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Condesa viuda de Montarco, la última de una estirpe de mujeres elegantes

El 25 de noviembre falleció Rosario Palacios, noble de espíritu libre, modelo que revolucionó la moda española y madre que se bajó de las pasarelas para dedicarse a su familia.

Condesa viuda de Montarco, la última de una estirpe de mujeres elegantes. / Agencias

LUIS NEMOLATO

Lo suyo fue una revolución silenciosa y discreta. Porque fue una adelantada a su tiempo y eran años en los que no se podía hablar muy alto. Era moderna y colorista –recordemos sus brocados dorados, terciopelos burdeos, pendientes maxi…– cuando la España que la rodeaba era gris y, sobre todo, reaccionaria y anticuada. Más si cabe en los salones donde le tocó vivir y donde regía una ley no escrita de la dictadura definida para guardar una compostura por Dios, la Patria y el Generalísimo: la del qué dirán. Pero Charo Palacios se lo puso todo por montera. Metafórica y literalmente. Su 'look luxury' 80’s se reivindicará ever and never.

Fue una niña bien, pero también una maniquí internacional cuando eso no se estilaba ni estaba bien visto entre los cachorros del régimen. Tampoco respondió fielmente a lo que se esperaba de una joven de su condición, casándose pasada la treintena con un señor 20 años mayor que ella y viudo.

Sin quererlo, o porque quizá estaba en su ADN, la condesa de Montarco f ue una mujer que rompió clichés, estereotipos y conservadurismos rancios, y lo hizo desde dentro, subvirtiendo los principios que regían su vida haciendo de su distinción y diferencia, elegancia. Porque Charo, como así la llamaban sus allegados sin hacer alharacas con los títulos que tanta pereza le daban, ha dejado este mundo para, si no estar a la derecha del Padre, que ese lugar ya está ocupado, ser, como lo era en la tierra, una estupenda anfitriona.

La última española elegante

Tenía 79 años cuando la condesa viuda de Montarco respiró por última vez. Lo hizo en su casa, tranquila, rodeada de su familia que nunca –especialmente después de aquel desafortunado accidente de hace 13 años– la había dejado sola ni un momento. Ella, que siempre hizo lo que le vino en gana, que fue libre de espíritu en una España que no era libre: "A mí me gustaba, desde muy joven, llevar una vida independiente, vivir sola y trabajar, cuando en esa época ninguna señorita trabajaba", dijo la aristócrata en una entrevista a 'ABC', de las poquísimas que esta 'socialité', que aceptaba mal las etiquetas, hasta la de noble, concedió. Charo prefería ceder siempre el protagonismo a quienes reunía en sus fiestas, organizando, o bien agasajando con su presencia, porque, repetimos, su presencia era la quintaesencia del chic patrio.

La condesa fue modelo. Pero no cualquier modelo. Primero, porque cuando se enroló en esa profesión no era como ahora: "Cuando llegué a la moda, a las maniquíes se les pagaba muy poco y generalmente eran prostitutas. Yo decidí cambiar eso y coger a chicas de la alta sociedad –dijo Elio Berhanyer, inventor del prêt-à-porter español, sobre las tops models de entonces–. Charo trabajaba en la Embajada de Turquía cuando le ofrecí desfilar. Entonces Pedro Rodríguez vino a verme y me dijo que estaba jodiendo la profesión porque estaba pagando a las chicas".

Mis hijos sabe que soy una madre atípica"

Desde entonces, Charo marcó una época cuya imagen forma parte de los iconos de los 60. Paradójicamente, 20 años después era tan fascinantemente ochentera que Warhol y compañía se quedaban muertos con tan solo verla –a ella, a Pitita Ridruejo o a Naty Abascal–, máxime porque lo suyo no era la disco 54, sino los palacios adamascados de la calle Serrano y aledaños. Nació en uno de ellos, en el del afamado físico y matemático Julio Palacios, quien se atrevió a discutir a Einstein la Teoría de la Relatividad porque estaba claro, como ocurrió con su hija después, que lo natural en la familia era romper con los paradigmas y axiomas preestablecidos. Su madre era hija de los vizcondes de Canagide, un título de origen portugués, idioma que Charo conocía a la perfección, como el inglés, el francés, el italiano… ¿Recuerdan que hablamos de los 60? Porque la vida de Charo de Montarco bien pudiera ser el argumento de una serie, como la de Sonsoles de Icaza, musa de Balenciaga. Charo lo fue de un heredero del arte del de Guetaria: Berhanyer. Y su vida tampoco fue un cuento de hadas: "Me ha tocado sufrir lo mío", decía. De aquellos años seguro que puede dar buena cuenta su hija Alejandra, quien, a sabiendas de la vida de película de su madre, está escribiendo una novela inspirada en la vida de su progenitora, que puso del revés el negocio de la moda cuando aun España era un desierto en el que parecía no germinar nada.

Y como no hay desierto sin oasis, ella encontró el suyo. El cordobés Elio fue coronado como el ángel de la moda española, premio Cadillac en Estados Unidos en 1960 y, sin embargo, no tenía musa. Charo no dudó en presentarse ante él. Caminó por la pasarela y lo hizo fatal. Sí.

La prueba fue un desastre. Sin embargo, Berhanyer decidió apostar por ella. Confió en su distinción, en su figura, tan parecida a la de Audrey Hepburn, para que fuera su maniquí. Y eso que por entonces él vestía a Ava Gardner. Charo abrió sus desfiles en Nueva York, y Naty y Ana María Abascal, que ya posaban para Richard Avedon, la acompañaron.

Empresaria y madre

"Francamente, yo no servía para eso", dijo la condesa, quien, después de enfrentarse a su familia por abandonar la vida que se le presuponía a una señorita para irse a desfilar con los vestidos que le eran destinados por serlo, decidió dejar la vida de flashes y focos por un discreto, pero siempre interesante, puesto en la sombra. Porque si detrás de un gran hombre siempre hay una mejor mujer, ella se convirtió en la directora de imagen de la firma de Berhanyer y apostó por una vida más familiar, sin la certeza de haberlo conseguido nunca. "No he tenido tiempo para nada –se lamentaba–. Yo creo que con mis dos niños (Julio y Alejandra) he estado el tiempo suficiente. Me he preocupado mucho de ellos, he estado pendiente de sus estudios y les he guiado lo mejor que he podido. Pero siempre han sabido que no fui una madre como las demás".

Porque también construyó su amor sobre las arenas movedizas de los cotilleos de salón y los cuchicheos maledicentes. Se enamoró de un hombre inteligente, influyente, atípico, de fuertes convicciones, pero también con dos décadas vividas más que ella y con cinco hijos a sus espaldas: Eduardo de Rojas Ordóñez, conde de Montarco. Tenía 59 años y era viudo cuando desposó a Charo Palacios. Fue en Portugal. Y aunque corría el año 68, ella se casó de calle para no llamar la atención. "Como Eduardo era viudo y se podía montar un escándalo, preferimos hacerlo así", confesaba en 2010 a 'ABC'.

Empresaria y madre

Un año después de la boda con el fundador de la falange junto a Primo de Rivera e importante hombre de negocios con fincas de explotación agraria en Madrid y Murcia, además de articulista de ABC y fundador de El País, dio a luz a su primer hijo, Julio de Rojas. Y una década después, a Alejandra. "Tengo la suerte de tener una hija fenomenal, porque ella es más guapa y más alta que yo, pero sobre todo es guapa por dentro", decía cuando se le preguntaba en los photocalls, a los que acudía cogida del brazo de su hija. Porque Charo era un rostro familiar en los ecos de sociedad de postín, con su peinado como santo y seña, ese cabello tirante y oscuro recogido en un moño bajo con un gran lazo, y sus trajes de double tweed cruzados con botones dorados y colores vivos.

Charo nunca se recuperó del accidente que sufrió en 2003

Dicen que llegaba a cambiarse seis veces al día en sus épocas de mayor frenesí y que cuando desembarcó la minifalda en la España tardofranquista, declaró: "La mujer, aunque no tenga las piernas bonitas, suele resistir bien la minifalda. En cambio, el pantalón sienta bien a contadísimas mujeres", montando un escándalo de padre y muy señor mío.

Quizá por eso, tras estar tantos años en primera línea de batalla de la moda y en la cúspide de las mejor vestidas en las revistas, la condesa buscó otros caminos empresariales, como asociarse con la periodista Mari Cruz Soriano en una iniciativa que recordaba a la de la reina Federica de Grecia y sus cruceros para los herederos reales. Ellas ponían en contacto a firmas comerciales y proveedores de viajes por el Mediterráneo para que comenzaran o ultimaran sus negocios. Cuentan los periodistas que acudían a aquellos viajes y hacían pandilla con Charo que daba igual cuánto se alargara la noche que ella, al día siguiente, siempre estaba como una rosa.

2003 fue un año para no recordar y, sin embargo, marcó el punto de inflexión de su salud y de su vida. Desde entonces, sus apariciones públicas se hicieron anecdóticas y su estado de salud empeoró. Quien la conoció cuenta que aquella mujer jovial de risa a carcajada no volvió a ser la misma. No se recuperó nunca de un accidente doméstico que nada tiene de misterioso aunque se haya querido ver así. Sucedió en su 60 cumpleaños. Lo celebró en un restaurante junto a un nutrido grupo de amigos.

La princesa de Orleans y el relaciones públicas Jacob Bendahan la dejaron en su casa. Ella los despidió con dos besos y un buenas noches. A las 3 de la mañana, Charo fue encontrada inconsciente en las escaleras que dan entrada a su residencia con un golpe en la cabeza. Noche gélida aquella, se resbaló al pisar el hielo y cayó sobre el bordillo del primer escalón. Ella no recordaba nada de lo ocurrido. De hecho, permaneció más de un mes ingresada con pronóstico grave. Los doctores le diagnosticaron una fractura craneal y tuvo que ser intervenida de un coágulo. "Nunca se recuperó del todo", cuentan. Se hizo frágil. Y se quedó sola porque dos años después de su accidente, a lo 96 años, su marido la dejó también para siempre. Desde entonces, la condesa viuda de Montarco alargó cada vez más sus estancias en su refugio de Sanxenxo (Galicia), en un lugar llamado Punta Palacio con vistas al mar, donde cuidaba de sus gardenias y se alejaba poco a poco del fragor de las noches interminables madrileñas, de los compromisos de la capital, de las fiestas fatuas y de las meriendas en Embassy. De, en fin, la hoguera de vanidades de Madrid, para dedicarse en cuerpo y alma a las plantas. Ella hablaba de "tener pulgares verdes" o, lo que es lo mismo, ese tacto natural del que, sin embargo, solo están dotadas pocas personas para que las demás florezcan. Ella lo tenía.

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