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Amar el oficio, alegría para el alma

La reflexión semanal de nuestra colaboradora Anne Igartiburu.

Anna Igartiburu y Ramón García en una de las Nocheviejas que han pasado juntos dando las Campanadas. / D.r.

Anne Igartiburu
ANNE IGARTIBURU

La historia de le televisión de nuestro país pasa, inevitablemente, por profesionales que se iniciaron en la radio o el cine y que aportaron su buen hacer en la pequeña pantalla. Pasear estos días por los pasillos de Prado del Rey junto a Ramón García y rodar nuestra ‘promo’ de estas Campanadas 2017 -lee aquí nuestra entrevista con Anne hablando de su compañero-, me llena de respeto hacia esta profesión. Nadie como él para charlar de compañero a compañero y mostrar nuestra satisfacción por ser parte de la historia de estas retransmisiones, y de la televisión en general.

Hay hitos que me marcarán para siempre y este es uno de ellos. Como haber trabajado en los Estudios Buñuel o los de Color, Estudio 1, Torre España o distintas corresponsalías por todo el mundo. En todos ellos he aprendido mucho. Pertenecer a una casa en la que han crecido grandes profesionales y recoger el testigo de comunicadores como Mayra Gómez Kemp, Laura Valenzuela, Mª Teresa Campos, Raffaella Carrà, Kiko Ledgard, Joaquín Prat, Constantino Romero... es todo un honor –recuerdo escaparme a casa de mi abuela a ver 'Un, dos, tres' o 'Aplauso', porque nosotros no teníamos televisión–.

Sin olvidar Juego de niños con Xavier Sardá, a la maravillosa Julia Otero y sus concursos o al inigualable Manuel Campo Vidal. Y hoy echo especialmente de menos aquella convivencia, en la que coexistían distintas generaciones y aprendíamos de los veteranos en esto de entretener y contar historias en la tele. La veteranía de los comunicadores implica cierta credibilidad y empaque. Es el caso de EE.UU., donde los presentadores son auténticos referentes, no solo entre los compañeros, sino, por supuesto, entre el público, siendo a menudo importantes líderes de opinión. Pero eso no sucede tanto en nuestro país.

Se ha creado una brecha generacional en la que los nuevos equipos gestores tiran de rostros distintos, descartando figuras asentadas y necesarias para afianzar la marca de la casa con la escudería propia, un valor seguro en la mayoría de las ocasiones. Existen comunicadores que han creado escuela y nos han dejado la herencia perfecta para, después, crear a partir de lo aprendido. La técnica y la inmediatez han devorado esta profesión que es algo más importante que salir en pantalla. 

Recuerdo las horas metida en un camión de realización

Recuerdo rodajes y galas eternas en las que maestros como Valerio Lazarov o Chicho Ibáñez Serrador ponían todo su conocimiento para sacar adelante un formato ideado para triunfar. También las horas que yo metía en el camión de realización o en las cabinas de montaje, siendo muy joven, y cuando aun no presentaba programas y venía de la radio. O cuando me dirigía, hace 25 años, ni más ni menos, que José Antonio Plaza o, hace no tanto, Hugo Stuven. Y el día que pisé por primera vez un plató nacional y supe que quería dedicarme a esto. 

Compartir escenario con compañeros como Matías Prats me ha hecho sentirme una afortunada. O celebrar los 50 años de TVE con Raffaella Carrà, con gestos que denotan admiración por este oficio. Muchos me enseñaron siendo muy joven y nos tuvieron en cuenta cuando necesitábamos aprender tanto. Hoy, tengo en cuenta a compañeros que son más jóvenes y que también me enseñan. Tenía el mismo respeto a esta profesión que tengo ahora.

Los presentadores eran profesionales con un carisma que los hacía únicos. Entendían la forma de hacer tele y eran compañeros del equipo de manera extraordinaria. Como ejemplo, cada lunes siento la presencia de  Concha Velasco en estos mismos pasillos, en Prado del Rey. Estamos puerta con puerta en los camerinos. Siento su perfume en el aire y su presencia lo inunda todo y siempre tiene una palabra de cariño, me abraza invitándome con afecto a hacer lo que ella hace. Amar el oficio. No es nostalgia, es alegría para el alma.

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