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Cuentos de verano: 'Mi madre es infernal'

Toda una premio Planeta inaugura la serie de relatos estivales de Mujerhoy. Y lo hace con una historia sobre abuelas sorprendentes, madres preocupadas y niños impresionables.

Inlustración para 'Mi madre es infernal' / Maite Niebla

ALICIA GIMÉNEZ BARTLETT Madrid

Mi madre es pintora; pintora de considerable éxito internacional. La recuerdo siempre en su estudio, contándonos a mi hermano y a mí lo que significaban sus cuadros, de qué modo se debían contemplar. Mientras mi padre vivió todo se desarrollaba de un modo normal; pero al faltar él las cosas cambiaron, y no para bien. Al principio de su viudedad, la veíamos siempre muy triste, deprimida, incapaz de reaccionar. Luego, su carácter fue variando. Se hizo insociable, bohemia... En una palabra, como si se tratara de un perro perdido, se asilvestró.

Mi hermano y yo nos casamos y nos fuimos de casa. Yo primero, él después. Tuvimos a nuestros hijos: él uno, yo tres. En todo este tiempo la hemos visitado muchas veces, por supuesto. Ha conocido a sus nietos, ha pasado tardes con ellos...

"Al cabo de 10 días, todas las reglas de la civilización eran fifa para los niños"

Sin embargo, este último año decidimos hacer algo especial. Como mi madre vive en el campo y tiene un inmenso jardín, se nos ocurrió que podíamos pasar 15 días de vacaciones con ella mi hermano y yo. Sin nuestras parejas, como en los viejos tiempos, con una diferencia sustancial: los niños estarían con nosotros. Nunca nos habíamos atrevido a proponer algo así porque en el fondo teníamos miedo de su reacción. ¿Cómo podía comportarse mi madre, siempre solitaria, siempre a su aire, rodeada de unos nietos con los que no había convivido jamás? Pero teníamos una firme determinación: pasaríamos las vacaciones todos juntos porque eso es lo que hace de vez en cuando una familia normal. Según como saliera la experiencia, sería algo que podría repetirse. ¿Salió bien?

Mi hija mayor tiene seis años, cuatro el mediano y el pequeño acaba de cumplir dos. La de mi hermano es un bebé de apenas ocho meses. Son chicos normales, alegres, educados en unas reglas ni demasiado estrictas ni demasiado permisivas, lo habitual.

Su abuela puso para la convivencia una sola condición: desayunaría cada mañana ella sola con los niños, incluido el bebé. A mi hermano, que es más confiado que yo, le pareció un detalle precioso, sobre todo porque le permitía dormir un rato más. A mí, me escamó. Opuse cierta resistencia:

- Mamá, no te vas a apañar con todos juntos. Mejor estoy presente yo también.

- ¡Bobadas! respondió.

Tras los primeros desayunos me pareció que no había nada que temer. Los niños estaban relajados y mi madre parecía encantada de compartir con ellos mesa y mantel. Sin embargo, las consecuencias no se hicieron esperar. Elena, mi hija mayor comentó cuando estábamos solas en la piscina:

- Esta mañana hemos desayunado huevos y beicon. La abuela dice que eso de tomar fruta y cereales es un rollo que no se puede aguantar. Además, nos ha servido café. También dice que no dar café a los niños está muy anticuado.

Me quedé de una pieza. Enseguida quise indagar:

- ¿Ha desayunado lo mismo el bebé?

- Solo le ha dado un trozo de beicon para que lo chupara; Como aún es pequeña... pero si hubieras visto cómo lo lamía... ¡Le encantó!

No es preciso decir que, desde que los chicos nacieron, he hecho esfuerzos sobrehumanos para que aprendieran a comer de un modo sano y natural. Si ahora mi madre se cargaba de un plumazo todos mis éxitos higiénicos ¿qué iba a hacer? Una cosa es que probaran algo prohibido un día concreto, pero aquellos mensajes teóricos de que los cereales son un rollo y el café, la mejor bebida para la infancia podían provocar una revolución.

Hablé del tema con mi hermano Roberto, el cual, como hombre que es, se muestra incapaz de advertir los problemas hasta que se hunde en ellos hasta los ojos.

- ¿Crees que deberíamos decirle algo?

- No creo que valga la pena, la verdad. Piensa que solo son unos días. Después todo volverá a la normalidad.

No fue así; al contrario. A medida que el tiempo pasaba los niños se iban entendiendo todavía mejor con su abuela. ¿Entendiendo mejor? Eso es poco, en realidad estaban fascinados con ella. Algo por otra parte muy fácil de entender. No se trataba de que los consintiera, cosa característica en los abuelos de cualquier nacionalidad, sino que estaba sembrando en sus cortas vidas unas consignas opuestas a las que habían tenido por razonables y... ¡obligatorias! Por ejemplo: hacían cosas arriesgadas como subirse a los árboles porque, según su abuela, era divertido. Se negaban a dormir la siesta porque, siempre según la misma fuente, era una pérdida de tiempo. Decían tacos porque mi insensata madre los incitaba a ello, de modo que palabras como "gilipollas" y "acojonante" pasaron a su vocabulario normal. No querían cambiarse de ropa por más sucia que estuviera, pegaban alaridos en el jardín porque "gritar es sano". En resumen, al cabo de diez días todas las reglas que en su día hicieron próspera y modélica la civilización occidental eran pura filfa para aquella pequeña troupe.

Hasta entonces yo había callado porque estábamos en vacaciones, porque mi hermano no me secundaba... en fin, por no liarla. Sin embargo, ya no podía aguantar más aquella situación. Era necesario que mi madre comprendiera que lo había hecho mal, que sus hijos no estábamos de acuerdo con sus postulados sobre educación y que, muy probablemente, aquellas infernales vacaciones no volverían a repetirse.

La busqué por toda la casa para tener una agria conversación con ella. Ni los niños ni ella estaban a la vista. Subí a su estudio. Lo que vi desde la puerta me hizo dar un paso atrás y seguir contemplando la escena desde la sombra, sin ser advertida. Mi madre, vestida con una bata blanca llena de manchurrones de pintura multicolor, estaba explicándoles a los niños el significado del gran cuadro abstracto que pintaba. No sé qué decía, no podía oírla bien desde donde me escondí, pero mi asombro fue idéntico. Los nietos se encontraban sentados alrededor de su abuela, serenos, embobados, sin mover ni un solo músculo. Escuchaban, bebían sus palabras y ella, mi madre, se extasiaba hablando de pensamientos y emociones, de vida y arte como había hecho años atrás conmigo. Hasta la bebé de mi hermano estaba absorta, haciendo que su chupete se le moviera en la boca como si estuviera llevando a cabo una intensa reflexión.

Cerré la puerta. Me alejé en silencio. Bendije una y mil veces a mi madre infernal y deseé con todas mis fuerzas que lograra transmitir a los niños su pasión por el mundo, su fuerza, su carácter indómito, su originalidad.

La autora

Alicia Giménez Bartlett (Almansa, 1951) es la creadora de la muy popular Petra Delicado. En 2015 ganó el premio Planeta por su novela Hombres desnudos.

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