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El baile de una noche de verano

La artífice de 'Palmeras en la nieve' nos regala en este relato una historia de amor más allá del tiempo, gracias a la música.

La autora: Luz Gabás (Monzón, 1968) debutó en 2012 con 'Palmeras en la nieve'. Este año ha publicado 'Como fuego en el hielo' (Planeta), una hisotira de amor y superación. / maite niebla

LUZ GABÁS

Debo darme prisa. Pronto sonará la música. Mis dedos están más torpes que de costumbre. Serán los nervios. El último botón no quiere atravesar el ojal. No quiere y no quiere. Pues no lo fuerzo más y que se me vea un poquito el escote. Le gustaba mi escote. Cuando estaba triste, se inclinaba y hundía la nariz en mi pecho, para inhalar algo de calma, decía, para olvidarse de todo lo que no fuera piel, caricia, calor húmedo. Se agachaba porque soy bajita.

Y cerraba los ojos y me olía como si hubiera estado fuera durante meses y me reconociera, aunque solo hubieran pasado apenas unas horas desde la vez anterior. Me pregunto por dónde andará, ahora que el tiempo ya no tiene el mismo significado para ninguno de los dos. Tal vez me lo encuentre luego, y se me acerque, y me invite a tomar algo, o a bailar, como hizo la primera vez, con los ojos claros brillantes de noche y los labios en su justa medida de sonrisa, cordial, educado, sensual, sincero.

Solo de pensarlo me pongo más nerviosa y me cuesta repasarme los labios con el carmín de tono suave. Me miro por última vez y me retoco una onda del cabello tan castaño como el de tantas. Después de todo, no me disgusta la imagen que me devuelve el espejo. Sé que le gustaría verme exactamente así. Cojo un chal de seda y me lo coloco sobre los hombros. Hace mucho calor, pero nunca se sabe cómo puede terminar una noche. Salgo de la habitación y desde las escaleras escucho los primeros acordes de una trompeta.

Estoy segura de que no me equivoco al pensar que todas las orquestas de todas las fiestas de todos los pueblos en honor a sus santos patrones comienzan con un pasodoble, aun cuando cada vez lo bailen menos parejas. Hay algo triste en el deseo forzado de contagiar alegría a una audiencia pasiva que merodea sin saber muy bien cómo o en qué momento preciso comenzar la fiesta. A mí no me gusta esta música especialmente, soy menos clásica, pero me alegra que exista. Marca los años. Los que todavía vivimos nos juntamos un rato en la plaza. A ver quién viene.

A ver quién va. Qué lleva puesto. Qué me cuenta. No está mal la orquesta. No tocan mal. Cuánta lentejuela. Otra copa, venga. Un año más. Un año menos. Me alegra que se cuele la música por los callejones, por los resquicios de las puertas, que vibren las paredes, que el sonido innecesariamente alto te impida pensar con claridad. Es un paréntesis que abarca un abandono, que enmarca un vacío. Bueno, ahora es un vacío. Pero llegó a ser una secuencia hermosa. Tal vez esta noche de verano pueda volver a escribir un bonito enunciado.

¿Vas a la fiesta? -en el tono de la voz de mi hermano mayor no hay ni sorpresa ni reproche. - Una vuelta -le digo. - ¿Quieres que te acompañe? Niego con la cabeza. - No cojas frío...-me sonríe con los ojos. Me acerco y deposito un beso en su cabeza. Es un hombre tranquilo de gustos sencillos. Se entretiene viendo la televisión y todo le parece bien. No critica a nadie y nadie le critica a él. Sé que sabe por qué lo hago, pero nunca sacará el tema. Por eso siempre nos hemos llevado tan bien. Lo comprende todo.

Su vida no ha sido fácil, pero no siente resentimiento. Camino despacio por la calle en la que grupos de jóvenes con vasos en la mano ríen y ríen. Me gusta esta moda desenfadada de tejanos rotos, melenas largas y tupés. Varios de ellos me reconocen, me saludan con afecto festivo y me ofrecen un vaso que yo rechazo con una sonrisa. El alcohol no me sienta bien. Les pregunto si también van al baile y me responden que después, cuando esté más animado. Les digo que cómo se va a animar si ellos no están y se encogen de hombros.

Supongo que cuando ellos vayan, yo ya me habré acostado. Trasnochar tampoco me sienta bien. omo vivo en un lugar pequeño, como tantos en los que cada calle de casas bajas conduce hasta la plaza, enseguida llego al baile. Sobre un escenario, los músicos tocan de espaldas a la iglesia. Un grupo de niños atolondrados por la hora tardía corretean, bailan, se chocan entre sí y se acercan a los altavoces ensordecedores para sentir sus vibraciones. Me encantan los niños; cómo los envidio.

Personas de diferentes edades se arraciman junto a la barra del bar hablando y contemplando a l as primeras parejas de bailarines que deslizan sus pies guiados por la costumbre más que por el entusiasmo, que llegará cuando suenen las piezas más movidas. Yo busco asiento junto a unas amigas en uno de los bancos dispuestos alrededor de la plaza, a una distancia que me permita observarlo todo sin que me aturda demasiado el sonido. De normal soy habladora, pero en días como el de hoy no me apetece charlar, así que agradezco que resulte difícil mantener una conversación con mis compañeras de banco.

Al poco, noto que uno de mis pies comienza a acompasar el ritmo de la música. Presiento que el momento se acerca y cierro los ojos. Deseo con toda mi alma saborearlo. Imagino entonces que todo comienza de nuevo. Las miradas. Las risas. El roce. El parpadeo que nubla la razón. -Estaría siempre así -me susurra, por fin-, como ahora, contigo entre mis brazos. Y yo río y le creo porque a mí me sucede lo mismo. Ningún vals suena triste o resulta tedioso. Ninguna pieza es lo suficientemente larga.

Un, dos, tres, un, dos, tres... Todo es una vuelta eterna en un espacio sin obstáculos, sin distancias. El tiempo suspendido, el segundo antes de un salto desde una altura infinita. Un, dos, tres, un, dos, tres, un, dos tres... respiro hondo para recuperar el aliento. De repente me siento cansada. Con lo que a mí me ha gustado siempre bailar, cada día me cuesta más. Me despido de él, hasta pronto, hasta cualquier otro momento, hasta que me busques, hasta que me encuentres, hasta siempre.

Me despido de mis amigas, que no insisten para que me quede porque me conocen, y retomo el camino de vuelta a casa. La música resuena en mis oídos a lo largo de las calles vacías mientras el corazón me palpita excitado. Encuentro a mi hermano dormido frente al televisor. Lo apago y se despierta. - Ya estás aquí... -dice, con una sonrisa despistada. Lo acompaño a su habitación. Caminamos despacio, como los dos viejos que somos, aunque por unas horas lo haya olvidado. - ¿Lo has pasado bien? -me pregunta. Asiento con la cabeza. - Por un momento pensé... -no termino la frase, no es necesario.

-Lo sé -me acaricia la mano levemente y emite un suspiro breve, triste. Es mejor no hablar de la soledad. Regreso a mi habitación y comienzo a desvestirme -los botones se liberan con facilidad-, mientras completo el pensamiento en mi cabeza. Por un momento pensé que no tenía los años que tengo. Pensé que todo comenzaba en ese momento. Que todavía no me había casado ni tenía hijos que ahora viven lejos. Que no había enviudado.

Que nada había sucedido. Que no había regresado a la casa donde nací, con mi hermano soltero, porque todavía no me había ido. Que no había vivido una guerra y décadas de cambios. Que mis piernas volaban sobre la pista de baile. Pero la imagen que me devuelve el espejo sobre la cómoda es inequívoca. Tengo 93 años, el cuerpo gastado y la mente lúcida. Me tumbo en la cama. Pensé también, lo reconozco, que nunca se había ido. Que seguía a mi lado. Y adormeciéndome con la música que sigue sonando de fondo, como el año anterior y quién sabe si también el próximo, recuerdo cómo este cuerpo lo amaba. Un, dos, tres... Oh, Dios. Cómo lo amaba.

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