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Relatos de una noche de verano: Feliz Navidad

¿Adelantar la celebración seis meses?¿Usar espumillón a 40ºC? Laura Ferrero relata cómo la vida va por delante de las estaciones

Laura Ferrero autopublicó su primer libro 'Piscinas vacías' y entro en el Top 100 de Amazón España. Un logró que le valió que Alfaguara publicara esta obra en papel. / MAITE NIEBLA

LAURA FERRERO

Aquel año, Nochebuena cayó la noche del 12 de julio. La semana anteirr habíamos ido con mamá al Hipercor a comprar no de esos muñecos de Papá Noel que estaba al 50% y que daban risa, ahí solitarios y convertidos en un anacronismo ridículo con las borlas ya amarilletnas de sus gorritos rojos meciéndose al vaivén del aire acondicionado en esa infernal Sevilla de verano.

Encontramos a nuestro muñeco ahí, en la planta de las últimas oportunidades, entre paraguas de estampados estrafalarios, licuadoras, mantas eléctricas y aquella colonia de viejos - Brummel eau de cologne-, la que usaba el abuelo, dentro de una caja de cartón medio rota. Mi madre compró el Papá Noel que estaba en las mejores condiciones, pero aún y todo yo me quejé porque el borde y la bola del gorro estaban amarillentos y apelmazados, y ella me miró diciéndome con sus ojos cansados como puedes comprender ese es el mejor de mis problemas.

Al llegar a casa, subiendo hacia nuestro quinto sin ascensor con el flamante Papá Noel escondido en mi mochila, mamá me dijo que hiciera el favor de quedarme en casa con mi hermana porque ella iba a ir a avisar a los vecinos y no quiero que se entere de nada, ponle los dibujos y prepárale un colacao. Entonces le pregunté que cuándo iba a ser y ella me respondió que el qué, si la operación o la Navidad. Le dije que las dos y se encogió de hombros mientras desaparecía escaleras abajo.

Regresó a la habitación donde la esperábamos con la fe con la que uno espera los milagros.

Introduje la llave en el pomo y mi hermana salió disparada desde el salón para ver si le habíamos comprado algo en las últimas oportunidades. Al principio no era más que un nombre raro que nos recordaba al científico Stephen Hawking, el hombre de la silla de ruedas que firmana los documentos con huella dactilar. Pero no era Hawking sino Hodgkin y crecía rápido, y mi hermana, que no sabía pronunciar ni Hawking ni Hodgkin quería que fuera Navidad para pedirse una muñeca de larguísimo pelo rubio y alas de libélula que solían anunciar en la tele cuando terminaban los dibujos a las seis.

Brilla mamá, las alas brillan en la oscuridad. Y mamá le decía que tenía que esperar a que fuera Navidad para ir haciendo la carta a los Reyes Magos y a Papá Noel y mira que si no te acabas las albóndigas de pescado van a verlo todo y no te la traerán. Pero cuando el tumor con nombre de científico apareció, veíamos la tele, que estaba alta en ese hospital en el que le hacían las pruebas, y Sarita repetía un día tras otro mamá, yo quiero la muñeca.

Cuando le llamaban Sara no respondía. Ella era siempre Sarita, aunque en clase de inglés lo escribía con hache al final porque hacía poco que la profesora les había enseñado el nombre de cada uno en ese idioma. Aquel día - your name in English había escrito en el membrete del folio en blanco-, llegó a casa desilusionada porque a Pedro le había tocado Peter y a mí solo una hache al final, pero al pobre Daniel ni siquiera porque Daniel es Dániel.

Mamá, siempre conciliadora, respondió que si quería podíamos inventar un nombre inglés para ella. Cuál, dijo llorosa y hundida entre los cojines del sofá del salón. Papá, en un arranque de creatividad después de que anunciaran una próxima reposición de Instinto básico le propuso Sharon. Mi madre, enfadada, le espetó que aquella mujer era una incidente y que le parecía una vergüenza que quisiera que su hija se llamará así.

Ese lugar que se llama corazón

Y mi madre se fue a la cocina porque a veces le ocurría, que no quería llorar delante de los demás, y desde que había llegado la bola en el cuello de Sarita, a menudo se le hacía también a ella una bola en ese lugar que bombea sangre y a veces parece que se vaya a parar, pero sigue. Ese lugar que se llama corazón. La bola, así le llama Sarita. Había cinco por ciento de posibilidades de que se quedara, no la bola sino Sarita, porque en mi casa, cuando alquién moría, decíamos que se había marchado aunque no decíamos dónde.

Pero mi padre no se arredró con lo del cinco por ciento, dijo que a por ello, que a eso vamos. Y mi madre, que sabía que a veces un cinco por ciento no era suficiente, añadió que en todo caso quizás podíamos adelantar la Navidad. ¿Pero cómo vamos a hacer eso, mujer? Mi madre entornó los ojos. Pues haciéndolo, cómo va a ser. El 12 de julio, el día antes de lla operación. De manera que aquel día, al regresar del Hipercor, me dejó en la puerta de casa y cuando logré distraer a Sarita, escondí el Papá Noel mientras mi madre se dedicaba a ir rellano por rellano reuniendo a los vecinos para anunciarles que ya podían ir sacando sus adornos porque había que adelantar la Navidad cinco meses.

Nosotros ya hemos ido a por un Papá Noel y encima estaba rebajado. Vamos, un chollo. Durante el inicio del mes de julio, el número 20 de la calle Pagés del Corro de Sevilla se engalanó con los adornos que fuimos acumulando entre todos. Un vecino, Pedro, se fue incluso al campo para traer un abeto atado a la baca de su Ford Mondeo que luego Marga, su mujer, decoró con el espumillón y las bolas que guardaban.

Este año Papá Noel iba a llegar antes

Lo pusieron en la entrada de la escalera junto con un Nacimiento en el que faltaba la mula, pero todo lo demás estabas. Cubrimos la barandillla de la escalera con espumillón dorado, lucecitas que encendíamos por la noche y yo pegué en el espejo del ascensor un cartel que había impreso en el que se leía 'Merry Christmas'. Mi madre le dijo a Sarita que tenía que preparar la carta porque habían avisado de que Papá Noel iba a llegar antes. ¿En la tele lo han dicho? ¿Se ha adelantado porque tengo la bola?

Y entristecida, mi madre le respondió que solo era porque se había portado muy bien y Sarita, seis años recién cumplidos, su melena pelirroja y esos ojos verdes vivarachos, dijo Yupi, se tumbó en el sofá y me pidió que la ayudara a esrcibirla para que quede claro que solo quiero la muñeca de las alas de libélula. El día antes de la operación mi madre no fue al trabajo y estuvo cocinando todo el día. Amparo, nuestra vecina de enfrente me acercó en un momento de la tarde el discurso del rey de dos años atrás.

Los tenía todos grabados en cintas de VHS, cada una con una etiqueta blanca en la que se leía el año en cuestión. Me dejó la de 1995 porque a Sarita con lo lista que es no puede ponérsele la de este año, se acordaría. Compramos turrón de Jijona, el favorito de mi hermana y empezó la Navidad la noche de ese mismo 12 de julio. Lo vimos, al rey con su traje deseando una feliz Nochebuena a todos los españoles, y después de las gambas, los dátiles con beicon y los canapés de paté que le gustaban a Sarita llegaron los canelones de marisco y empezaron a desfilar los vecinos que vinieron a traer unos polvorones con los que Sara se atragantó.

Y llegó el momento del regalo, de la muñeca rubita de las alas de libélula y el brindis por la felicidad y mi madre que se fue corriendo a la cocina. Al día siguiente despedimos a Sarita ya en la camilla, pijama verde y feliz, confiada, porque le iban a quitar la bola. El anestesista le preguntó cómo se llamaba y ella respondió que a veces Sharon y otras, Sarita. Él sonrió y se la llevó de la habitación y nos quedamos los tres pensando en los cinco por ciento y mi padre, que nos reconfortaba porque era muy de repetir las cosas, nos abrazó a mí y a mi madre y dijo a por ello, que a eso vamos.

Mi madre, su nariz escondida en el cuello de mi padre y las láfrimas mojándole el cuello de la camisa, murmuró yo solo pido un deseo, ¿sabes? Nunca volveré a pedir nada más, lo juro. Y al terminar de decirlo me cogió la mano y susurró lo siento cariño no quería que vieras todo esto. Las navidades falsas de 1997 fueron las últimas que celebramos. Aquel Papá Noel rebajado se quedó en el armario de puertas correderas del cuarto de la plancha. Nunca lo sacamos de ahí y cuando colgábamos algún abrigo nos miraba con su gorro y aquella bola que cada vez fue siendo más amarillenta.

Se quedó el Papá Noel y se quedó Sarita. Regresó a la habitación, donde la esperábamos con la fe con la que uno espera los milagros, y se la veía pequeña e indefensa en su camilla. Al despertar preguntó por la muñeca de mi padre, confiado, miró a mi madre, te lo dije, un cinco por ciento puede ser muchas cosas. La felicidad, sin ir más lejos, en una noche de verano. No recuerdo demasiadas cosas de aquel día de Navidad en el hospital. Dicen que cuando se tiene ua sensación de felicidad auténtica, la parte del cerebro que nos hace sentir el paso del tiempo se desactiva.

Por decirlo de otra forma, es el tiempo o la delicidad. Pero só sé que mi madre dijo que de ahora en adelante no habría más Navidades y que no había pero que valgan. Miró a Sarita adormilada, quejándose de dolor, y acarició su mano de la que salían esa maraña infinita de cables. Qué más podría pedir yo, a ver. ¿Me lo podéis decir? En sus ojos, eso lo recuerdo también, resplandecía ese brillo de lo que sigue a los tiempo de sombras, de las Navidades a destiempo y de los deseos que se cumple una noche de verano.

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