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Ana Orantes: el crimen machista que lo cambió todo

Esta no es la historia de uno de esos matrimonios que parecen felices y, poco a poco, se van convirtiendo en una pesadilla. Esta es una historia que comienza como un cuento de miedo y termina en una de las secuencias más terroríficas que nadie pueda imaginar. Ojalá no estuviese basada en hechos reales.

Ana Orantes: el crimen machista que lo cambió todo / Sean Mackaoui

RAMÓN CAMPOS / ILUSTRACIONES: SEAN MACKAOUI

Ana tenía 19 años cuando le conoció. Fue en las fiestas del Corpus de Granada, donde había acudido con su prima. Aunque José, que tenía un año más que ella, no le gustaba demasiado. Solo tonteó con él para dar celos al chico del que sí estaba perdidamente enamorada, y con el que había discutido tiempo atrás. Un tonteo inocente que José aprovechó para amenazarla, mientras tomaban un refresco días después bajo el sol de junio en la Alhambra.

–Si no te casas conmigo, le contaré a todo el mundo que ya no eres mozuela –dijo, como quien pide la cuenta al camarero.

Si eso hubiese sucedido hoy, Ana seguramente se habría reído y se habría levantado de aquella cafetería, pero no era hoy. Esas palabras salieron de la boca de José en 1958 y, en aquellos años, que se dijese aquello de una chica, especialmente entre la gente más sencilla, significaba que ningún hombre se volvería a interesar por ella. Así era este país entonces. Solo tres meses después de haberse conocido, Ana, del brazo de su padre, un humilde y honrado albañil, cedió al chantaje y recorrió el pasillo de la iglesia vestida de blanco virginal para encontrarse con el hombre que, ante el sacerdote, prometió cuidarla y respetarla, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte les separase.

El mismo día de la boda, se trasladaron a vivir a la casa de los padres de él. Según se comentaba por el barrio, eran gente de posibles, pero nada más llegar doña Encarna, la madre de José, despidió a la criada que hacía las tareas del hogar. Total, ahora ya tenía alguien que trabajase para ella, y gratis. Aun así, obligaron a Ana a llamarles papá y mamá.

–Porque vamos a ser para ti como unos padres –le explicó su suegra.

A verdad es que los primeros tres meses no fueron tan malos, que es diferente de ser buenos. Todo cambió aquel día en que Ana volvía de casa de sus auténticos padres, de recoger las sábanas blancas que había dejado a secar allí porque en la de sus suegros no había espacio. Al entrar, fue al garaje a decirle a José que ya estaba de vuelta y este, sin mediar palabra, se giró hacia ella y le cruzó la cara. Aquella bofetada la golpeó física y psicológicamente… Fue una de esas bofetadas que resuenan en el espacio y el tiempo y que lo cambian todo para siempre. El padre de José, que estaba en el exterior de la casa, acudió a los gritos de su nuera.

Ilustración / Sean Mackaoui

–Yo nunca le he levantado la mano a tu madre, así que no quiero que le levantes la mano a tu mujer –le reprochó a su hijo, antes de golpearlo como algunos golpean al perro que ha mordido a quien no debe–. No lo vuelvas a hacer.

Cuando su suegro les dejó a solas, Ana se acercó a su marido que, tirado en el suelo, recogía la humillación de haber sido abofeteado por su padre ante ella, para pedirle perdón… uno de esos perdones que se piden pensando que pueden conseguir que las cosas no vayan a más. Pero lejos de solucionar nada, José la miró fijamente, le escupió en la cara y la dejó allí sola.

Peor fue la reacción de doña Encarna cuando su marido le contó lo sucedido.

–Tú no te metas en su matrimonio. Le dé un beso o una guantá, tú no pintas nada entre ellos –respondió la mujer, de cuya maldad habla que su cadáver, el día de su entierro años después, tuvo que ser llevado en carreta porque nadie quería cargarla al hombro.

Sin mediar palabra, le cruzó la cara. Fue una de esas bofetadas que lo cambian todo para siempre.

Desgraciadamente, el suegro de Ana obedeció a su esposa. A partir de ese día, José aprovechaba impunemente cualquier excusa para cogerla del pelo y golpearla contra las paredes de la casa. O para patearla en el suelo mientras le repetía que ella no valía para nada, que era una analfabeta, un bulto… La mayoría de las veces, José la golpeaba cuando llegaba borracho de la taberna. Pero no siempre. También lo hacía sereno. Día tras día, los golpes fueron acumulándose en el cuerpo de Ana. Solo se veían algunos; el resto se iban depositando en su memoria de forma incansable.

–¿Qué te ha pasado, hija? –le preguntó su madre una vez que vio entrar a Ana, en la tienda que regentaba, con el ojo amoratado.

–Nada madre, que tengo la tensión muy baja y me he caído –contestó ella y cambió de tema mientras recordaba las palabras que su padre le había dicho a José cuando fueron a contarle que se casaban: 'Te llevas el sol de mi casa'… Un sol que cada vez irradiaba menos luz.

Caerse empezó a ser demasiado habitual en la vida de Ana. A nadie le llamaba la atención lo que sucedía en aquel matrimonio, aunque todo el mundo lo sabía. En aquellos tiempos en España, un marido podía matar a su mujer por adúltera, dejando cualquier otro tipo de injusticia en una simple anécdota.

Con los hijos –tuvieron 11, de los que sobrevivieron ocho–, las palizas continuaron: ' Cuando llegaba a casa siempre encontraba un motivo de discusión. Si estaba la comida fría, porque estaba fría; si estaba caliente, porque estaba caliente. La cuestión era pegarme. A veces me sentaba en una silla y me daba con un palo, hasta que yo tenía que darle la razón, porque no podía más'.

Y con las palizas también continuaron los arrepentimientos.

–Anitilla –porque él la llamaba así cuando quería convencerla de algo–. Perdóname, que no va a pasar más –prometía compungido cuando la veía tirada en el suelo, llorando.

Ana, aunque no creía sus promesas y sabía que volvería a suceder, no tenía más remedio que aceptar, porque no tenía a dónde ir ni a dónde llevar a sus niños. Ella había asumido que aquella iba a ser su vida. Al menos hasta aquel día en que su hija de 10 años se peleaba con su hermano, mientras Ana cosía en el salón las mantillas de Semana Santa que vendía a algunas conocidas. Así se sacaba un sobresueldo para poder luego confeccionarse sus propios vestidos.

Ilustración / Sean Mackaoui

–¡No vayas a creerte que, porque papá me toque a mí los muslos, me vas a tocar tú el culo! –le amenazó la niña a su hermano.

Ana, desconcertada, levantó la mirada de la labor.

–¿Qué estás diciendo niña? –le preguntó.

–Nada… –respodió la pequeña, intentando cambiar de tema para volver a jugar con su hermano.

–Ven aquí –le pidió Ana–. Repite lo que has dicho de tu padre. ¿Es eso cierto? –insistió, cogiéndola por los hombros.

–Sí mamá… tú no te das cuenta, pero cuando nos sentamos a la mesa él mete sus manos por debajo y me toca los muslos –confesó por fin la pequeña.

–¿Y por qué no me lo has dicho? –preguntó Ana.

–Porque si te lo contaba, sabía que irías a decírselo y te pegaría –concluyó la niña, abrazándose a su madre.

Ana le prometió que no diría nada, pero después de acostar a sus hijos esperó sentada en la cocina, en silencio, carcomida por la rabia, buscando las palabras adecuadas, a que su marido volviese a casa por la noche, borracho como cada día después de perder parte de su jornal en la taberna.

Cuando se escuchó la puerta de la calle, Ana se puso en pie, fue a su encuentro y se plantó delante de él.

–Eso es mentira –contestó José–. Eso son cosas de la niña, que no me quiere porque la regaño.

–Te juro que, si la tocas a ella o a ninguna de las otras niñas, te denunciaré y acabaré contigo –dijo Ana tajante, dejando la casa en un silencio suspendido.

Ana y José se miraron fijamente durante unos segundos eternos, en silencio. Luego él cerró los ojos, tomó aire y la cogió del cuello.

–¿A quién vas a denunciar tú, pedazo de mierda?

Él comenzó a golpearla de nuevo como siempre, aunque aquella vez fue distinta. Ana ya había cruzado una línea invisible que la llevó años después, cuando el último de sus hijos ya había cumplido la mayoría de edad, a pedir el divorcio.

Durante 40 minutos, Ana relató su vida con una templanza, una claridad y una sencillez que asustaba.

Ese día de 1995 iba a ser el del final de la pesadilla. El reinicio de una vida que había quedado en suspenso en aquel verano de 1958. Tras 40 años de palizas, patadas, insultos, humillaciones y golpes con palos; tras 40 años de prohibirle teñirse de rubia porque eso era de golfas, de obligarla a vestir con cuellos altos para no dejar que nadie admirase su cuerpo, de no dejarla asomarse a las ventanas por si algún hombre la veía… la vida le daba a Ana una segunda oportunidad. Al menos, eso pensaban ella y sus hijos, porque el juez dictaminó que Ana y su maltratador podían continuar compartiendo la casa en la que vivían. José abajo y Ana arriba. Como si al zorro se le pudiera controlar dejándolo vivir al lado de la granja.

–¿Para qué te vas a ir? Si él es bueno… si no se va a meter –aseguró el juez de paz. Y ella, bondadosa, se apiadó de su torturador y aceptó.

Como casi siempre antes, y muchas veces después, la justicia se equivocó. Ana continuó recibiendo palizas de su ya exmarido. Cada vez que llegaba a casa, él encontraba cualquier excusa para volver a golpearla. Ni siquiera las denuncias ponían freno a esa situación. Puede que por eso, como último recurso, ella decidiese hacer público su calvario yendo a aquel programa de televisión.

–Ana ha estado casada durante 40 años. Durante todo ese tiempo, ha vivido un auténtico infierno por culpa de su marido que la ha maltratado, que la ha humillado y que ha echado incluso a sus propios hijos de casa –la introdujo la presentadora, mirando a cámara para luego dirigirse a ella–. Ana, te casaste con 19 años…

–Sí… Me casé con 19 años y estuve tres meses de ennoviados… –comenzó a decir.

Nadie sabe si su intención era contar todo lo que contó en antena o si, al estar allí, se sintió cómoda y decidió vaciar tanto dolor acumulado. Sea como fuera, a partir de ese instante y durante casi 40 minutos, Ana relató su vida con una templanza, una claridad y una sencillez que asustaba. Porque todos los que la vimos éramos conscientes de que lo que estaba narrando era el reflejo de las vidas de decenas de miles de mujeres en nuestro país. En el plató, su hija pequeña, Raquel, miraba a su madre como quien mira a un campeón del mundo que juega su gran y victoriosa final. Cada golpe de José se convertía en un relato de una mujer en la que, sorprendentemente, no se atisbaba odio ni rencor.

Quince días después de la presencia de Ana en televisión, el 17 de diciembre de 1997, José fue a ver al juez de paz que había mediado en todos sus conflictos conyugales. Este le comunicó que había sido condenado a pagar una multa de 5.000 pesetas por una falta cometida contra su exmujer. Lo notó nervioso, enervado por lo que ella había contado en antena.

–José, no vayas a hacer una tontería –le advirtió el juez antes de que se marchase en silencio, rumiando su venganza contra la mujer que le había desnudado ante todos sus vecinos, ante toda Andalucía.

José se dirigió a su casa y esperó pacientemente a que su exmujer llegase. Ella había ido a comprar las gambas para la comida de Navidad.

–A ver si llego allá con vida para poder comerlas –se despidió de la pescadera, como un presagio.

Cuando entró en su casa, Ana no pudo defenderse. José la golpeó por la espalda y la dejó inconsciente. Entonces aprovechó para atarla a una silla, bajo el níspero del jardín de la casa que compartían en Cullar Vega, y la roció con la gasolina que le había sobrado de limpiar el pequeño tractor que utilizaba para trabajar algunas tierras que tenían. Ana se despertó en ese momento e intentó liberarse sin éxito.

–Te lo mereces, por todo el daño que me has hecho –dijo José, mientras encendía una cerilla.

Ana Orantes falleció calcinada ante la mirada horrorizada de su nieta y de su hijo pequeño.

La víctima

Ana Orantes Ruíz falleció el 17 de diciembre de 1997, asesinada por su marido, José Parejo Avivar. Él fue condenado a 17 años de cárcel y falleció en prisión, de un infarto, siete años después. El asesinato de Ana cambió la forma en que la sociedad española se enfrentó a la violencia machista y fue el germen de la Ley Integral contra la Violencia de Género, que se aprobó en 2004. Hasta 2003 no comenzaron a contabilizarse oficialmente las muertes por violencia machista. Desde entonces, más de 1.200 mujeres han sido asesinadas en nuestro país.

Ramón Campos es escritor guionista y productor de Bambú Producciones. Entre otras series, es responsable de Fariña y El caso Asunta (documental sobre la muerte de la niña Asunta Basterra). En la actualidad, prepara El crimen de Alcàsser para Netflix.

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