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Beyoncé, la más grande

Su reino trasciende los límites del pop. El triunfo global de Beyoncé no solo inaugura una estética del espectáculo en el siglo XXI, sino que confirma el atronador desembarco de la cultura afroamericana en el mainstream de la música, el cine, la televisión y la moda.

Haz click en la imagen para conocer a las mujeres negras más influyentes del mundo. Algunas ya han hecho historia./instagram

Haz click en la imagen para conocer a las mujeres negras más influyentes del mundo. Algunas ya han hecho historia. / instagram

Lola Fernández
LOLA FERNÁNDEZ

Cuando Beyoncé ultimaba los detalles de su actuación en el festival de Coachella, una aparición histórica que la convertiría en la primera mujer negra que logra ser cabeza de cartel del festival más viral del mundo, preguntó a su madre qué opinaba de su puesta en escena. Tina Lawson no le ahorró sus dudas: “Le dije que la audiencia blanca de Coachella iba a confundirse con todas esas referencias a la cultura negra que quería hacer, que no las iba a comprender”. La contestación de su hija, tajante, marca una diferencia considerable en cuanto a empoderamiento personal y autoestima entre una generación y otra. “He trabajado muy duro para conquistar una voz propia. En este momento de mi carrera siento que tengo que hacer lo que es mejor para el mundo, no lo que es más popular”.

Al asalto de la vieja Europa

Tres meses después de Coachella, y del impacto de su actuación, podemos ir atando cabos acerca de lo que Beyoncé se trae realmente entre manos: pretende llevar su herencia cultural a los lugares en los que fue negada. El videoclip de Apeshit, el primer hit del disco que acaba de lanzar junto a su marido,Jay Z, muestra a la pareja paseándose por el museo del Louvre y apropiándose, literalmente, del mayor símbolo del poder político y cultural de la vieja y blanca Europa. Al final del vídeo, los Carter –Beyoncé y Jay– posan hieráticos y con cara de póker frente a la no menos enigmática Gioconda de Leonardo da Vinci. “No puedo creer que lo hayamos conseguido”, canta ella.

Desafía a la cultura blanca, pero su poder la convierten en una figura inexpugnable.

El asalto a la perpectiva blanca y occidental de siglos de historia del arte intensamente acumulados en el Louvre es puramente simbólico: en las negociaciones de despacho, la pareja demostró su admiración por las obras y misión del museo y pagó los reglamentarios 15.000 € diarios que permiten el acceso privado a sus salas. De hecho, el Louvre ya anuncia una visita guiada de 90 minutos para descubrir las obras que la pareja eligió para aparecer en su videoclip, entre ellas: la Victoria de Samotracia, la Venus de Milo, la Gran Esfinge de Tanis o Retrato de una mujer negra, pintado en 1800 por Marie Guillemine Benoist. Frente a él, los Carter exhiben la vía por la que las élites negras, de los Obama a Oprah Winfrey, han logrado la emancipación de la mirada blanca: el dinero. Y es que el color de la piel no importa cuando el color del dinero es el adecuado. Frente al Retrato de una mujer negra, Beyoncé posa con un atuendo que remite al de la mujer del cuadro, pero estampado con el inconfundible y barroco print de Versace. En estos tiempos de capitalismo acelerado, es el dinero lo que iguala, siempre por arriba. El sueño emancipatorio de Beyoncé es personal e intransferible, pero aspiracional para el resto de mortales negras.

¿Temerá su madre de nuevo por su hija ante esta ostentación de poder? Probablemente, aunque su posición como máxima estrella del entretenimiento global la convierte en una figura inexpugnable. Además, su objetivo de elevar el estatus de la saqueada cultura urbana negra coincide con una innegable obsesión del mainstream con todo lo afroamericano.

Hoy, lo cool (o, mejor dicho, el swag) está de lado de las estrellas negras, que además figuran en las listas de los mejor pagados. Allí están Sean Combs (Diddy), Beyoncé, Drake, The Weeknd y LeBron James. Entre los 1 00 personajes más influyentes elegidos por Time este año encontramos más afroamericanos que nunca: Viola Davis, Simon Biles, RuPaul, John Legend, Alicia Keys, Donald Glover, Chance the Rapper...

La demografía estadounidense favorece el fin del monocultivo cultural. Además, la generación millennial, la que marca los valores y tendencias que triunfan, está compuesta en un 42% por personas no blancas, sobre todo latinos (22%) y afroamericanos (14%). La consultora Nielsen los caracteriza como ambiculturales: capaces de transitar entre su cultura de origen y la estadounidense, de servir de puente y de mezclarlas. Como consumidores, su potencial de gasto no deja de aumentar: según datos del Selig Center for Economic Growth de la Universidad de Georgia, ha pasado de 320 millones de dólares al año en 1990 a más de 1.000 millones de dólares este año (un 275% más).

Jugada maestra

Está claro que la inteligencia empresarial y creativa de Beyoncé es enorme: su combinación de esteticismo fashionista y simbolismo político la sitúa en un terreno lo suficientemente seguro como para no resultar antisistema, pero sin renunciar a conectar con la rabia y la energía de movimientos como Black Lives Matter [La vida de los negros importa]. Jugada maestra: riesgo cero. Su objetivo no es inflamar ninguna revolución, sino reapropiarse de la excelencia, la superioridad, la supremacía artística y escénica: demostrar que desde la negritud se puede hacer lo mismo, o mejor.

Para ello, ha sabido leer como nadie el anhelo de cambio social, belleza y esperanza de una generación y lo ha volcado en su propuesta visual, cada vez más compleja en cuanto a capas de significados políticos y referencias culturales. Mientras sus letras siguen agitando el hipnótico universo del sueño americano (dinero, coches de lujo, mansiones, jets privados, ropa cara...), en sus conciertos cita a Malcolm X, el feminismo y los Panteras Negras. Pura expresión de la contradicción a la que se enfrenta hoy el mundo rico: ¿podemos seguir reclamando una sociedad más justa sin plantearnos la necesidad de asumir ciertas facturas?

La estética hipnotizante de los videoclips de Beyoncé siempre ganará la partida a la política posible. Su pluscuamperfecto cuerpo de baile y sus coreografías son anestesiantes, lo mismo que el incesante vaivén de estilismos, a cual más sofisticado y sexy.

En 2014, Vanessa Friedman, crítica de moda en The New York Times, dictaminó que era “una leyenda del rock, pero no de la moda”. ¿Qué opinará ahora? Estamos ante la única estrella del show bussiness global que no parece entrar en el juego con el que las grandes marcas colonizan a las actrices, sino que se sirve de ellas. Su sombra es tan alargada que, en vez de rendirse a lo que se lleva, encumbra lo que ella decide llevar. Por ejemplo, un vestido del español Palomo Spain. Ni la todopoderosa industria de la moda logra doblegar del todo a la diva, a la que se le conocen dos debilidades: Olivier Rousteing, director creativo de Balmain, y el italiano Alesandro Michele, su equivalente en Gucci.

Pocas veces respalda insistentemente a un creador no afroamericano. Sin embargo, en Coachella compartió un tema con J. Balvin, toda una bendición a la alianza entre la gente negra y la población latina de EE.UU.

Un dato definitivo: por primera vez en la historia, en los Estados Unidos se ha vendido más hip hop y R&B que rock, dos géneros dominados por músicos de color. En los últimos premios Grammy, Jay Z y Kendrick Lamar (una especie de Bob Dylan afroamericano) monopolizaron las nominaciones.

Trinidad apoteósica

No es casual que Lamar sea el responsable de la banda sonora de Black Panther, otro fenómeno cultural afroamericano que ha impactado enormemente en los deseos del público mayoritario: estamos ante la tercera película de mayor recaudación en la historia de la taquilla estadounidense, solo superada por Star Wars. Episodio VII: el despertar de la fuerza (2015) y Avatar (2009). La crítica americana, desconcertada, no se termina de explicar la asistencia masiva de público negro a las salas, pero el mensaje está claro: cuando una cultura invisibilizada y saqueada se ve representada con dignidad, el júbilo es total.

Esta trinidad apoteósica no ha surgido de la nada. En Broadway, Hamilton se convirtió en el gran fenómeno cultural de 2015 y 2016, con Pulitzer y Grammy incluidos: fue el primer musical enteramente concebido en clave hip hop y con un reparto con mayoría de actores y bailarines negros. En televisión, Orange is the New Black (2013), Cómo defender a un asesino (2014), Black- ish (2014) o Empire (2015), donde los personajes negros ya no son subsidiarios de la trama de los blancos, abrieron la puerta para las triunfantes Atlanta (dos Emmys), Insecure, Queen Sugar o The Chi. Según datos de Nielsen, las cadenas de televisión estadounidenses detectaron un aumento del 255% de los anunciantes centrados en la audiencia negra entre 2011 y 2015. “Las narrativas en las que esta identidad es fuerte están cruzando fronteras y planteando temas importantes a una audiencia diversa”, confirma Andrew McCaskill, vicepresidente de la consultora. De hecho, las series que más citan el racismo y la brutalidad policial son las mayoritariamente negras, con showrunners y guionistas de color.

La resolución de conflictos en el cruce cultural, al menos en la ficción televisiva, avanza a pasos agigantados. Un 73% de blancos no hispanos y un 67% de hispanos estadounidenses reconocen que la cultura afroamericana influye en los gustos, modas y valores. El efecto contagio es evidente desde hace años en la moda, donde el reinado del street wear tiene mucho que ver con las estéticas urbanas negras del hip hop. Dicho de otra manera: si hoy las mujeres podemos llevar zapatillas sin ser tachadas de poco elegantes se lo debemos, en gran parte, al culto a las sneakers de la comunidad negra y a cómo se ha filtrado hasta las grandes firmas del lujo.

Más aún: la reivindicación de las curvas que hoy alivia a tantas mujeres en el mundo comenzó con las bloggers y celebrities latinas y afroamericanas, estrellas curvilíneas como Nicki Minaj, Danielle Brooks o Amber Rose. Es comprensible que la mayoría de las mujeres del sur conecten más con este tipo de mujer que con la lánguida y andrógina chica que se sube a las pasarelas.

Blanqueando atributos

Sin embargo, la moda no ha sido justa con la cultura afroamericana, de la que se está valiendo para reanimar su negocio: saquea sus señas de identidad callejera, pero no contrata ni modelos ni diseñadores negros. En realidad, se produce una cultura negra, pero sin negros. Por eso el twerking (más conocido en nuestro país como perreo, un tipo de baile con movimientos sensuales) no estuvo bien visto hasta que lo bailó Miley Cyrus y lo blanqueó; los grillz o adornos dentales eran cosa de pandilleros hasta que se los puso Madonna; y el trasero XXL se revalorizó tras aterrizar en las Kardashians. Las uñas largas y profusamente decoradas fueron incomprendidas hasta que, hace nada, fueron reconocidas por Vogue y se sumaron a la larga lista de trasvases cosméticos desconectados culturalmente.

¿Divorcio cultural?

Este robo de ideas no es nuevo: Elvis no habría existido sin Chuck Berry, de la misma manera que para que el hip hop se convirtiera en un género dominante tuvo que liderarlo primero un blanco: Eminem. Madonna llevó el voguing al número uno, pero también se lo apropió sin citar su origen: la ball culture de Harlem, reuniones para bailar en las que la comunidad negra, queer y gay se afirmaba en su identidad.

Desde fuera, quizá no podamos entender las quejas contra Big Little Lies, una serie totalmente blanca que, sin embargo, ha llevado al número uno de ventas una banda sonora compuesta por clásicos negros del soul y el R&B.

Es imposible comprender esas protestas sin tener en cuenta la experiencia concreta de violencia y postergación que subyace a casi todas las manifestaciones importantes de la cultura negra. ¿Es posible asumirla desde cuerpos blancos sin vaciarla de esa carga de dolor? Amandla Stenberg, actriz millennial de Los juegos del hambre, tenía 16 años cuando planteó en un videotrabajo de clase una pregunta que resume la cuestión: “ ¿Qué ocurriría si America amara a la gente negra tanto como ama su cultura?”.

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