Una dama intrépida

La increíble vida privada de la mejor escritora de la novela policial; Agatha Christie.

Cristina Morató
CRISTINA MORATÓ

El día que murió Agatha Christie me encerré en mi habitación y lloré. Puede parecer exagerado pero yo era una niña y ella, mi escritora preferida. Recuerdo muchas noches en vilo, esperando ansiosa conocer la identidad del asesino y llegar al desenlace, siempre inesperado. Me fascinaba la complejidad de su trama, su pintoresco detective, sus retorcidos crímenes y los exóticos escenarios como telón de fondo.

Pero, sobre todo, me cautivaba ella. Ya entonces me costaba entender cómo una anciana de aspecto tan venerable y conservador era capaz de idear los crímenes más horribles y ser una experta en venenos. Más adelante descubrí que tras aquella dama, vestida con un impecable traje sastre y un collar de perlas que asomaba en las fotos de las solapas de sus libros, se escondía una vida apasionante.

Agatha fue una intrépida viajera de temple aventurero que dio la vuelta al mundo durante un año con su primer marido. En Hawai practicó el surf sobre unas pesadas tablas de madera, era una excelente nadadora y le gustaba navegar a vela. Años más tarde, vivió largas temporadas en tiendas de campaña, en el desierto sirio. Ni los escorpiones, ni el sol implacable ni las tormentas de arena podrían con su optimismo. En aquella Inglaterra puritana, Agatha Christie fue una adelantada a su tiempo: triunfó como escritora, se divorció de un marido infiel y se casó en segundas nupcias con un arqueólogo 15 años menor que ella.

De la mano de su segundo marido, Max Mallowan, se sumergió en el mundo de la arqueología, pasando largas temporadas en Siria e Irak. Agatha no se limitó a acompañarlo en excavaciones, sino que fue su más eficaz ayudante de campo. En aquellos años, era una mujer feliz y bastante gruesa, vestida con largos trajes de seda floreados, llamativas pamelas y enormes bolsos de rafia y sentada en su inseparable bastón-silla.

Lejos de su mansión londinense, la reina del crimen era una ama de casa que se encargaba de la intendencia en el campamento y enseñaba a los cocineros nativos a preparar deliciosos soufflés de vainilla y pastelitos rellenos de chocolate. Pero Agatha, que siempre cargaba a cuestas su pequeña máquina portátil, nunca dejó de escribir novelas de misterio, muchas de ellas ambientadas en Oriente Próximo y escritas durante las temporadas de excavaciones o en su casa de Bagdad.

Hace ahora 40 años, la novelista más leída de la historia fallecía en su casa, tranquila y sin misterios. Al ver que su fin estaba próximo, se dedicó a organizar su propio funeral. Le dictó a Max las instrucciones pertinentes: el poema que quería que se esculpiera en su lápida, la música que debía acompañar el cortejo fúnebre y el lugar exacto donde deseaba ser enterrada. En su tumba nunca faltan flores, poemas y agradecimientos de sus miles de admiradores que todavía la recuerdan.

21 de marzo-19 de abril

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