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Refugiadas en Alemania: Huir solas

Son las más vulnerables. Solas o con sus hijos, dejaron todo para alejarse de la guerra. Ahora, viven en los campos y piensan en el futuro sin renunciar a sus sueños.

Xavier Herrero

CARMEN ROSA Madrid

Shiwa tiene 11 años, la cara salpicada de pecas y unos rizos muy difíciles de domar. Se columpia en el patio del centro de refugiados de Hamburgo, en el que vive desde hace ocho meses. Saluda a Sarah, de 10 años, su reciente mejor amiga, que regresa de su curso de alemán con las gafas en la punta de la nariz y decidida a hablar solo en el nuevo idioma, para dominarlo cuanto antes y, como Shiwa, poder ir al colegio “normal”, con compañeros alemanes.

Shiwa y Sarah son dos del casi millón y medio de personas que han llegado desde 2015 a Alemania, el país que ha acogido a más refugiados durante esta crisis (a España solo han llegado 480). La canciller Angela Merkel abrió las puertas diciendo “Podemos hacerlo”, pero la decisión le está costando puntos en las encuestas y críticas entre la ultraderecha y en su propio partido. La mayoría de los que llegan son hombres, pero ACNUR, la agencia de Naciones Unidas para los refugiados, alerta del notable aumento de mujeres, solas o con niños, que huyen hacia Europa. Son ellas y sus hijos los más vulnerables a abusos y violencia en el camino, pero también en su destino.

Mina viajó con sus tres hijos desde Afganistán durante un mes. Las mafias se quedaron con todos sus ahorros 15.000€

“Mi marido era policía, los talibanes le mataron. Como mi hijo mayor trabajaba para los ingleses en Herat (Afganistán), nos dejaron un nota en la puerta diciéndome que si él no se marchaba, también lo asesinarían”, explica Mina, de 53 años, la madre de Shiwa. Su historia es similar a la de otras mujeres refugiadas: en el momento en el que el nudo en el estómago se hace insoportable, sacas a tus hijos del país.

Mina envió primero al mayor, que llegó a Bremen después de un terrorífi co periplo por mares italianos, con cárcel incluida. Después vendió su casa de Jalalabad, hizo las maletas y viajó durante un mes con sus otros tres hijos hasta Alemania. Las mafi as se quedaron por el camino con 15.000 €, todos sus ahorros. Y ahora, como el resto, espera nerviosa poder recomenzar a vivir, aunque sea en este lugar con una cultura completamente diferente y un clima endemoniado.

“Será nuestro segundo invierno aquí. Ya estamos mejor preparados”, sonríe. Nos muestra en su teléfono fotos de casa, en las que aparece casi irreconocible: la preocupación constante por sus cuatro hijos y el terrible viaje hasta Alemania han pasado factura a su rostro, a su mirada y a sus nervios, que desde que llegó se traducen en fuertes dolores de cabeza. Mina pasa días enteros en la cama. Cuando esto ocurre, Shiwa y su hermano, de 12 años, se ocupan de los quehaceres domésticos.

“Los hombres también tienen que trabajar en la casa –sonríe Shiwa–. ¿Cómo pueden comer los alemanes esas cosas tan crudas?”, se pregunta a continuación. Otras mujeres se han sumado a la charla y la carcajada es general. Todas hablan pastún y persa, y Shiwa traduce al alemán. Su precocidad con el idioma ha hecho que, con solo cuatro meses de aprendizaje, pueda ir a un colegio público de Hamburgo. “No quiero volver a Afganistán. Allí no podía ir a clase y yo quiero ser médico, profesora o policía, como mi padre”, asegura.

Un hogar provisional. Mina junto a su hija Shiwa, en el sofá de su salón/habitación, en un barracón del campo de refugiados de Hamburgo, en el que conviven con otra familia. Desde hace ocho meses comparten con ellos baño y cocina. Esperan tener pronto su propia casa. / Xavier Herrero

Cinco horas en el mar

“Mi marido trabajaba en un hotel en Herat al que acudían británicos y alemanes. Cocinaba para ellos. Los talibanes le ordenaron envenenarlos o le ejecutarían. Esa semana vendimos la casa y nos marchamos con los pocos ahorros que teníamos”, relata Malalay, de 29 años. Make tiene 20 años y era profesora de niños pequeños en Jalalabad. “A mi marido le dijeron que o me prohibía trabajar o acababan con ambos. Nos fuimos en cuanto pudimos”, asegura.

Ni en sus peores pesadillas imaginaron un viaje tan terrorífi co. Lo peor, el viaje de cinco horas entre Turquía y Grecia, en botes cochambrosos soportando el triple de su capacidad. “Mi bebé cayó al agua. Un hombre se tiró y lo salvó. Allí dudé si irnos no había sido peor que quedarse”, cuenta Make. Todas niegan con la cabeza y ella asiente: “Sí, es mejor estar aquí”.

En los centros hay que tener mucho cuidado y procurar no estar sola”

Razieh, - Iraní y católica.

En la mesa vecina, Wegana intenta calmar a su bebé de tres meses. Es de Mosul, Irak, y vive en el campo con su hermano pequeño, de 18 años. Su marido está en otro centro porque, como a muchos otros, les robaron todos los papeles por el camino. “No tenemos el certifi cado de matrimonio. Estoy enfrenesperando a que me envíen de Irak algún documento, pero hasta entonces no podemos demostrar que estamos casados”.

Ella cursaba el último año de Medicina, “hasta que llegó el Daesh y quiso convertir a las mujeres en esclavas. Mataron a mi padre. Parece que hubieran pasado años…”. Aunque en Alemania todas ellas perciben un dinero mensual del Estado, que varía según familia (unos 1.000 € para una madre con dos hijos), la vida en el campo de refugiados no es fácil siendo mujer. Cada familia comparte con otra un apartamento de tres habitaciones, cocina y un baño.

En el caso de Wegana viven ellos tres con una mujer afgana y sus cuatro hijos. “Los campos están superpoblados y no hay intimidad”, reconoce. El hacinamiento y la inseguridad han hecho que muchas mujeres se vean obligadas a mantener relaciones sexuales con hombres a cambio de protección, según afi rman desde las ofi cinas de trabajo social.

1,5 millones de refugiados

han llegado a Alemania desde el año pasado. 40.000 de ellos están en Hamburgo.

“Nosotros hemos sido ellos”

Una pelota choca contra la mesa donde estamos hablando, es mediodía y los que juegan al fútbol comparten espacio con las bicis en el pequeño patio rodeado de relucientes barracones rojos. El ambiente es de calma tensa. Las peleas entre adolescentes estallan a cada rato. Los hombres hablan en grupos y las conversaciones siempre incluyen dos palabras: trabajo y visado. La Administración está desbordada.

Zaynab, de Alepo (Siria), tiene la próxima semana su última entrevista. Está sentada con otras mujeres árabes. Ninguna permite que la fotografíen, tienen miedo a las represalias, a que les ocurra algo a los familiares que dejaron atrás. “Por fi n sabré si podremos quedarnos. Ojalá pudiéramos mudarnos todos a nuestras casas”, susurra.

Ella ha tenido suerte de llegar a este campo, de los más nuevos y tranquilos. Lleva abierto seis meses en Wilhelmsburg, uno de los barrios con más diversidad cultural de Alemania: albaneses, bosnios, iraquíes, turcos, polacos, afganos y kurdos conviven en sus calles, algunos llegaron hace décadas, con su propia desgracia a cuestas.

1.000€ al mes es lo que recibe una madre con dos niños por parte del Estado alemán.

“Este éxodo ha sido impresionante. Llegan familias, mujeres, niños solos. ¿Cómo no vamos a ayudarles? Nosotros hemos sido ellos”, cuenta Sarah, vecina de Wilhelmsburg. Ella llegó en 1998 a Alemania con sus padres desde el Kurdistán turco y, desde fi nales de 2015, cuando acaba su jornada laboral como enfermera, acude a los campos para ejercer de traductora de kurdo. Tina, rubia y de ojos azules, es también voluntaria y trabaja en la ciudad como administrativa: “Ahora mismo ellas solo esperan obtener el asilo. Lo peor es el aburrimiento. Intentamos distraerles como podemos”.

Que el tedio sea el mayor de sus problemas, por ahora, tranquiliza a María, la trabajadora social al cargo. “No tenemos demasiados incidentes por ahora. Hay lugares mucho más problemáticos”. Se refiere a otros de los más de 150 alojamientos que existen por todo amburgo, donde cada barrio, incluidos los más ricos, tienen ya por lo menos un campo, centro u orfanato donde acoger a algunos de los casi 40.000 refugiados que viven actualmente en la ciudad. Gestionados por empresas privadas en colaboración con el gobierno local, los centros más longevos están vigilados por seguridad privada y, aunque sus habitantes pueden salir y entrar, el acceso a extraños, en especial a la prensa, es muy limitado.

Es el caso del centro de Jenfelder Moorpark, con capacidad para 450 personas, que se levanta en un parque colindante a varios bloques de vecinos. Su instalación fue muy polémica y generó enfrenesperando tamientos entre los habitantes locales, incluso el incendio de varios barracones. Allí la entrada a visitantes es complicada y la libertad una vez dentro, casi nula…

2.000 refugiados viven solo en Wilhelmsburg uno de los barrios de Hamburgo.

Razieh es iraní y nos atiende en la puerta de Moorpark, ante la mirada desconfi ada de los corpulentos guardianes de la entrada. Es abogada, y llegó sola a Alemania hace un año. “Mi pecado fue cambiarme de religión. Ser cristiana en Irán es un crimen que se paga con la muerte”, explica.

En su caso, la adaptación está siendo más difícil, porque casi no hay mujeres de su nacionalidad y estar sola la obliga a mantenerse siempre en alerta. Pero su visado está muy cerca. Recuperar su vida y su carrera es una utopía que no contempla, pero dice que pasear segura por la calle será toda una novedad. “En los campos hay que tener mucho cuidado y procurar no estar sola. Hacen mucha falta servicios solo para mujeres”.

Por la puerta donde estamos sale cada mañana rumbo a sus clases de alemán Houda, de 19 años. Es de Damasco, de donde salió cuando la vida en la capital siria se hizo insoportable: “La guerra ya no nos permitía seguir allí. Yo estaba a punto de empezar a estudiar ingeniería, así que mi intención es poder hacer aquí la carrera”. En el centro, dice, intenta no relacionarse demasiado. Más bien lamenta “no tener casi contacto con los alemanes. Espero que pronto cambie, me gustaría mucho poder conocerles mejor”. Se aleja con su carpeta pegada al pecho, como una adolescente cualquiera, fl otando sobre sus parcheadas zapatillas deportivas.

Sus declaraciones las traduce del árabe Aicha, a la que estos relatos le suenan familiares. Ella llegó a Alemania desde Siria en 1986 con parte de su familia. Hasta hace poco soñaba con abrir su propia boutique en Bernsdorf, al norte, pero cuando vio a tantos compatriotas llegar desamparados no lo dudó y solicitó trabajo como intérprete en una de las muchas empresas que se han fundado desde el inicio de la crisis. Ahora dirige su propia organización, ABS, con su hermana y una amiga.

60% de las personas refugiadas son mujeres. Por primera vez superan a los hombres.

“Mi tío está en Alepo –dice cabizbaja–. Su casa fue destruida, vive en su tienda desde hace meses y nos va informando por WhatsApp. Yo veraneaba allí cada año ¿sabes? Esto es lo mínimo que puedo hacer por mi pueblo, que es maravilloso”. A su abuela fue personalmente a buscarla a la frontera sirio-turca hace un año. Pero después de unos meses en Turquía, antes de volar a Europa, la mujer decidió regresar a Siria: “No hubo manera de convencerla para venir a Alemania. Verla marchar de vuelta es lo más doloroso que he vivido jamás”.

Aicha enfoca ahora sus esfuerzos en apoyar a las mujeres y niñas asesorándolas, ayudándolas con las gestiones burocráticas y, como en este caso, dándoles voz. “Son las más vulnerables y no saben dónde acudir cuando les ocurre algo. Sí, Alemania tiene teléfonos de emergencia para que las víctimas de violencia llamen de manera anónima, pero ellas no saben que existen ni conocen el idioma”.

Aplaude iniciativas como los mädchenoase (oasis de niñas) que la asociación Dolle Deerns organiza los jueves, un lugar donde las niñas pueden acudir sin padres ni hermanos a jugar, hacer actividades, a hablar y, sobre todo, a relajarse. “Yo fui a esos talleres de niña y para mí eran una liberación. Pero ahora son más necesarios que nunca. Parece que algunos no quieren verlo pero, les guste o no, estos niños son nuestro futuro, y están muy enfadados. Es mejor darles las herramientas y la protección para convertirse en personas de bien”.

150 es el número

de centros de acogida en Hamburgo. La mayoría están superpoblados.

¿Una segregación necesaria?

Desde hace meses, numerosas organizaciones piden a las autoridades alemanas la creación de alojamientos solo para mujeres y niños. Zonas seguras donde puedan sentirse a salvo. Una de las más ruidosas es Women in Exile, fundada en 2002 por refugiadas africanas. Denuncian la precaria situación de las mujeres en los campos y les informan de sus derechos.

Su presidenta, Elizabeth Ngari, sabe de lo que habla. Cuando llegó de Kenia en 1992 tuvo que vivir cinco años con sus dos hijas en un campo. “Los problemas siguen siendo los mismos que yo sufrí. Es necesario que las autoridades hagan algo al respecto”, reconoce. El pasado verano, Women in Exile organizó un tour por varios campos del país.

Su taller de Hamburgo, solo abierto a las mujeres, se convirtió en una reconfortante amalgama de voces femeninas que se alzaron para hablar de sus problemas más urgentes, como los acosos y abusos sexuales –con muchos matices– que sufren de manera cotidiana ellas y sus hijas. Algo tan evidente como contar con baños privados y puertas con cerrojo es una de sus peticiones urgentes. “Pedimos lugares solo para mujeres y niñas, además de sacarlas de los campos”, reivindica Ngari. Algo que su organización lleva solicitando desde hace años.

Desde hace meses, muchas ONG piden alojamientos seguros, solo para mujeres y niños.

“Allí donde vivan niños y mujeres deben aplicarse medidas especiales de protección”, dijo hace un año Manuela Schwesig, ministra alemana de Familia, Mujer y Juventud. Sin embargo, las organizaciones humanitarias dicen no haber percibido mejora alguna. En Hamburgo, de enero a junio fueron trasladadas 11 mujeres y 13 niños a lugares seguros. Otras 18 mujeres con 27 niños fueron atendidos por ataques violentos, y 10 de ellas sufrieron esos ataques dentro de un campo de refugiados. Pero puede haber luz al fi nal del túnel.

A comienzos de octubre, el Senado del Estado de Hamburgo anunció la construcción, “en un futuro próximo” y en colaboración con la Cruz Roja, de alojamientos solo para ellas, además de instalaciones sanitarias y de recreo exclusivas para mujeres en algunos de los campos más masifi cados.

Son buenas noticias para Shiwa o Sarah, para Mina, Wegana o Make, que, sin embargo, se resisten a imaginarse mucho más tiempo en el campo. Lo que de verdad desean es poder abrir pronto la puerta de su casa, de un hogar, para empezar de cero. “Yo montaré con mi marido un restaurante de pizza y döner. A los alemanes les gusta mucho”. Todas ríen la profecía de Malalay. “Yo montaré una peluquería como la que tenía en Homs –dice Shahla–. A ver si aprenden a cortar el pelo por aquí”. Más carcajadas. Todas volverían a su hogar, pero retrocediendo seis, ocho, hasta 10 años, cuando disfrutaban de un país en paz.

Se acerca la hora de comer y las ventanas del campo dejan escapar aromas a pulao, doogh, berenjenas al horno, kafta y cuscús. Las mujeres se van alejando cada una hacia su barracón. La vida sigue y saben que queda la etapa fi nal, la que no requiere caminar 12 horas diarias, sino tener paciencia, mantenerse a salvo y no perder la esperanza. El fi nal de la pesadilla está cerca y el futuro vuelve a ser, por fin, posible.

21 de marzo-19 de abril

Aries

Como elemento de Fuego, los Aries son apasionados y aventureros. Su energía arrastra a todos a su alrededor y son capaces de levantar los ánimos a cualquiear. Se sienten empoderados y son expertos en resolver problemas. Pero son impulsivos e impacientes. Y ese exceso de seguridad en sí mismos les hace creer que siempre tienen la razón. Ver más

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