El talento, el auténtico genio, nunca es previsible. Se rompe el huevo ¿y qué aparece? ¿Una yema viscosa, un bebé azulado, un labio leporino, un chef molecular, una artista islandesa capaz de elevar un gorgorito una octava de su límite...? Hija de una activista medioambiental y un electricista, Björk creció en una comuna hippie, pero estudió en el conservatorio. A los 11 grabó un disco que la convirtió en la Marisol de Reikiavik; a los 14 fundó un grupo punk de chicas; a los 21 lideró Sugarcubes y tuvo a su primer hijo; a los 28 lanzó 'Debut', y los adolescentes de los 90 lo grabamos en casete, bailamos, lloramos, nos sentimos Violently Happy.
Björk se convirtió en un icono de la modernidad. Después se volvió (tal vez) demasiado abstracta. Persiguió la dimensión vegetal, la médula osea, la robótica y se puso una esponja en la cabeza. Se elevó o se hundió (según se mire). Hasta que en 2015 su novio guapo y conceptual le rompió el corazón y volvió a hacer un disco de canciones tan desgarradoras como boleros. Con 'Vulnicura' volvimos a bailar y a llorar. Fue Björk, a los 50, con los ojos cerrados.