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Cuentos de verano: "Jugar en secreto", por Edurne Portela

En ocasiones, la arena de playa se convierte en fango... y unas tranquilas vacaciones familiares, en la peor de las pesadillas.

'Jugar en secreto', por Edurne Portela / Maite Niebla

EDURNE PORTELA

El 29 de agosto no es buena fecha para cumplir años. A Nerea así se lo parece. Coincide con el final de las vacaciones en San José y, por tanto, con los preparativos para dejar el apartamento perfectamente limpio y ordenado a espera de las próximas vacaciones. El cumpleaños lo celebran siempre con amigos pasajeros de sus padres, con platos de papel y vasos de plástico, la madre quejándose de todo el trabajo que queda por hacer antes de marchar, el padre de mal humor, anticipando el largo viaje de vuelta al norte atravesando la Península en su Renault 18 sin aire acondicionado cargado hasta los topes de maletas —también la del tío Julián, que es siempre la más grande—, lleno de enseres de cocina, neveras portátiles de diferentes tamaños rebosantes a su vez de frutas, botellas de leche empezadas, tarros de mermelada, paquetes de harina o azúcar o pan rallado y otros productos perecederos que no aguantarán tantos meses en el apartamento cerrado.

Llevan veraneando en San José desde que Nerea tenía un año. Sus padres habían descubierto la zona antes de casarse, cuando todavía eran algo hippies e iban a campings en playas nudistas. Cuando ella nació decidieron comprar un pequeño apartamento que todavía estaba en construcción a las afueras del pueblo, en una comunidad de casitas blancas adosadas. Desde el primer año les acompañó el tío Julián, hermano pequeño de la madre y que, a cambio de las vacaciones pagadas en San José, les ayudaba con el cuidado de la niña. Ahora Julián tiene un puesto importante en una multinacional con base en Bilbao, pero aun así sigue yendo con ellos los veranos. Su hermana sabe que podría costearse vacaciones a lugares más exóticos, sin obligaciones ni rutinas familiares, y por eso agradece, temerosa del día en el que él sienta que la deuda está saldada —los años de cuidados, el dinero invertido para su carrera en Deusto, el MBA en Barcelona—, que siga pretendiendo que les acompaña por gusto.

Este 29 de agosto Nerea cumple nueve años. Solo hay dos niños invitados a la fiesta, los hijos de los vecinos del apartamento de al lado, no tanto porque sean amigos de Nerea, sino porque sus padres creen conveniente que haya algún niño en la fiesta de su hija. Nerea, tal vez por timidez de hija única, tal vez porque pasa mucho tiempo jugando con el tío Julián, no ha conseguido hacer amigos o unirse a la cuadrilla de niños y niñas de la comunidad. Por eso, también, nunca ha sentido particular ilusión por hacer grandes fiestas de cumpleaños en San José. Si estuvieran en Algorta sería diferente, allí sí podría celebrarlo con sus amigas del colegio. Este 29 de agosto, a pesar de que la madre cocinó las tortillas la noche anterior y encargó la tarta de chocolate que le gusta tanto a Nerea, no van a celebrarlo. El tío Julián se ha ido el día anterior. Ha adelantado su vuelo porque le han llamado de su empresa para que por favor vuelva antes, que necesita ir a China a finiquitar un negocio. O a Tailandia. O a Vietnam. No ha quedado claro. Por su parte, Nerea no puede levantarse de la cama. Tiene 40 de fiebre.

Su madre ha llamado al médico. Mientras le esperan, pone un paño húmedo y frío en la frente de Nerea, que tiene los ojos cerrados y se agita inquieta cada poco tiempo.

Nerea se sumerge en el mar, bucea por el fondo marino y ve acercarse un banco enorme de pececillos. Son cientos de miles, tal vez millones. Cuando casi se van a chocar con ella, cambian bruscamente de rumbo, tomando un ángulo de 90º en su trayectoria; ella se ríe y al hacerlo le entra agua por la nariz y la boca. Se asusta y tose, con lo que traga más agua. Reacciona apoyando los pies en el fondo para darse impulso pero siente que se queda clavada, que la arena se convierte en fango, que así no podrá llegar a la superficie. Se va a ahogar. Justo entonces nota unos brazos fuertes que le agarran por debajo de las axilas y la emergen haciéndola volar por encima del agua. Es el tío Julián, quién si no. No se ha enfadado ni se ha ido a China o a Tailandia o a Vietnam. Se ríen a carcajadas del susto. Nerea se cuelga de su cuello. Flotan juntos. Ahora Nerea quiere hacer el muerto, boca arriba. Él pone su mano grande y peluda en la parte baja de su espalda y la sujeta suavemente para que no se hunda. Nerea cierra los ojos, siente que flota y que el agua refresca de vez en cuando su frente, su cabeza. Abre los ojos y ve el rostro sonriente del tío Julián que, poco a poco, se transforma en el rostro de su madre.

La madre vuelve a ponerle el termómetro. La temperatura no baja de 40, a pesar de los paños fríos, del paracetamol que le ha hecho tomar.

El padre pregunta si habrá cogido gripe, la madre responde que no parece, pero quién sabe, igual es una gripe de verano.

Abre los ojos y ve el rostro sonriente del tío Julián que se transforma en el de su madre.

Nerea se reboza como una croqueta en la zona de la playa en la que la arena todavía está un poco mojada, pero lo suficientemente suelta como para adherirse bien a la piel. El tío Julián se sienta a su lado. Tiene la expresión seria y concentrada de cuando juegan a sus juegos secretos. Coge la arena con sus dos manos grandes como palas y pone un montón sobre su espalda. De ahí, se la va extendiendo por el resto del cuerpo: los hombros, los brazos, las piernas, la tripa, el torso, incluso la cara y el pelo. La arena, que al principio le refresca la piel, está cada vez más caliente, empieza a quemar. Sobre todo ahí, ahí quema y escuece, escuece mucho. Nerea se levanta con dificultad por el peso de la arena que cubre su cuerpo y se acerca demasiado despacio, sintiendo la quemazón entre sus piernas, hasta la orilla. Entra en el agua pesadamente, chocando contra las olas, que también escuecen. Se gira y ya no ve al tío Julián.

La madre coge una toalla del baño, la empapa de agua fría y la pone sobre el cuerpo de su hija. Está temblando. El padre pregunta si no será demasiado frío, pero la madre contesta que no tiembla de frío sino de fiebre. Hay que bajarle la temperatura como sea. La toalla enseguida se calienta. El médico no llega.

La madre llena la bañera de agua fría. Entre los dos cogen a Nerea: el padre de las axilas, la madre de las piernas, y la introducen poco a poco en la bañera. La sientan y la madre escurre la esponja empapada por la cabeza de la niña, la cara, los hombros, la espalda. Nerea abre los ojos. ¿Te alivia, hija?

Nerea afirma, vuelve a cerrar los ojos y se deja refrescar por su madre, que con una esponja le quita la arena, toda esa arena de la playa que quemaba. La de ahí también, ama, quítame la arena de ahí también. Me escuece, quema mucho.

El padre pregunta que qué dice la niña. La madre responde que no sabe, que será la fiebre. Sal, anda, ya me quedo yo con ella.

La madre sigue pasándole la esponja por el cuerpo. Nerea abre los ojos. Sus ojos grises, chiquititos y vivos, son ahora dos canicas brillantes, duras, frías, que atraviesan los ojos de la madre, su cráneo, la pared del baño y llegan a su habitación con la pequeña cama cubierta por una colcha rosa en la que descansa el peluche que la acompaña a todos sitios. La misma cama donde su tío juega con ella ese juego que se ha ido complicando con los años, que cada vez es más frecuente y más largo. Nerea no se acuerda cuándo empezó, posiblemente antes de que ella tuviera memoria. Es el juego de las cosquillas secretas al que juegan cuando aita y ama no están en casa. El último día las reglas del juego cambiaron y Nerea no supo qué hacer. El tío Julián se enfadó. No entendía que ella no supiera, que llorara. Pero ella no quiere que su tío se enfade, no quiere que se vaya lejos, a China, a Tailandia o a Vietnam. Ahí, ama, me escuece mucho ahí, el agua fría ahí. La madre sigue escurriendo la esponja por encima de la cabeza de su hija, pensando si su hermano ya habrá salido para China, Tailandia o Vietnam, maldiciendo al médico que no llega, sopesando qué pasará si al final tienen que quedarse un par de días más en San José.

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