Imagina que todos los que viven en un trozo de tierra tienen que escapar porque hay un conflicto armado o que son perseguidos por su religión, género u orientación sexual. Imagina el miedo que sienten como para aceptar hacinarse junto a 400 personas en un bote en el que solo caben 100.
“Nadie abandona su hogar, a no ser que su hogar sea la boca de un tiburón”, reza el poema de Wasan Shire. Imagina cómo debe ser esa boca para que en 2017 hayan ocurrido 68,5 millones de desplazamientos por la fuerza de los cuales 25,4 se consideran refugiados. Imagina a alguien que no sabe nadar lanzándose al Mediterráneo.
Y el escenario puede ser aún peor. ¿Qué pasaría si fuera una niña la que tiene que hacer frente a una situación parecida? Una niña a la que le cuentan que educar a las mujeres va contra su religión y que amanece viendo cadáveres en la plaza de la ciudad. Una de entre las cincuenta mil niñas que perdió el derecho de ir a la escuela y que acabó por abandonar el valle de Swat, en Pakistán. Una niña como Malala Yousafzai.
9 de octubre de 2012, el día que lo cambió todo
Tenía 15 años y la habían señalado por defender públicamente la educación de las niñas y la paz. Un día, mientras volvía a casa, unos talibanes subieron a su autobús y le dispararon en la cabeza. Varias veces. Sobrevivió. Y aquella voz que habían tratado de silenciar se extendió hasta alcanzar lugares inimaginables, como la sede central de la ONU cuando, el 12 de julio de 2013, el mismo día que cumplía 16, afirmó que un niño, un maestro, un libro y un lápiz podían cambiar el mundo. Y lo cambió. Lo está cambiando.


En ‘Todas somos desplazadas’ Malala habla del miedo. También de la esperanza. Y utiliza el foco mediático que se posa sobre ella para desviar el protagonismo a los rostros que están detrás de las estadísticas. Como el de Zaynab y Sabreen, dos hermanas que se despidieron temblando en El Cairo y que sabían que no podían llorar porque, si empezaban, acabarían ahogadas en lágrimas. O Muzoon, que viajó de Siria a Jordania convencida de que el matrimonio temprano atrapaba a las jóvenes en un ciclo de violencia y privación y decidió que la vida podía ser diferente. O Najla, o María, o Analisa, que conoció a otra refugiada que había tenido que arrojar el cadáver de su amiga desde un tren en marcha.
¿Cuánto son 68,5 millones de personas?
Dicen que la forma en la que conectas con un libro depende, en gran medida, del momento en el que te llega. Quizá por eso uno de los casos que más me ha marcado es el de Marie Claire, la congoleña que vio cómo mataban a su madre en la puerta de su casa. La que llegó a Zambia y solo chapurreaba el dialecto local, pero entendía los insultos. La misma que consiguió hacer realidad el sueño que había trazado junto a su familia y pudo salir de allí y estudiar. La que el día que se graduaba, mientras alguien la levantaba en volandas, sintió como si su madre la sujetara en el aire por un momento. Y no es que sea el caso más impactante, o sí, no lo sé, es que aparece justo después del de Analisa, que es guatemalteca.
Quizá sea porque tengo una amiga de Guatemala, Andrea (que, a pesar de haber dejado su país en busca de una mejora, tiene una situación de privilegio respecto a las refugiadas) por lo que desde ese capítulo la forma en que leí este libro cambió de manera radical. No he podido evitar ver a Andrea en cada historia a partir del caso de Analisa. Cuando enumeraban las listas de los sonidos y olores que echaban de menos, pensaba en mi amiga. Y cuando recordaban los sabores a mí me venían a la mente conversaciones con ella sobre picantes, tamales, frijoles o fruta tropical. También cada vez que cualquiera de ellas pensaba en las personas de las que no se pudo despedir. Los millones de desplazados dejaron de ser cifras oficiales para convertirse en millones de ‘Andreas’, con su risa, con sus sueños y su mirada.
Dice Malala que parece que a la gente se le olvida que los refugiados tenían vida antes de huir y que se ven obligados a abandonar a su familia, a sus seres queridos. Porque para ellos se trata de “una elección entre la vida y la muerte”. Y deciden vivir.
‘Todas somos desplazadas’ es más que unas memorias, es parte de una historia colectiva. Un guantazo de realidad que corta la respiración; la fuerza imparable de una niña que no teme a los tiburones y que adora comer el pollo con arroz que prepara su madre, aunque ya no tenga el mismo sabor que tenía cuando vivían en el valle de Swat.
*Lo recaudado con las ventas de 'Todas somos desplazadas' se empleará para apoyar el trabajo del Malala Fund en pro de la educación de las niñas.
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