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Tu hijo y su móvil: la verdad, por Caitlin Moran

Caitlin Moran es la autora de Cómo ser una mujer (Anagrama) y en 2014 fue elegida en Gran Bretaña como la periodista más influyente en Twitter y la columnista del año.

Caitlin Morán. / MARK HARRISON

Caitlin Moran
CAITLIN MORAN

Uno de los secretos mejor guardados de la crianza es que muchas de las decisiones que tomamos acerca de nuestros hijos se fundamentan, básicamente, en rumores. No se lo digáis a los niños, pero algunas de nuestras decisiones clave se basan en cosas que alguien nos dijo en una fiesta y que a su vez escuchó de alguien que salía con alguien que estaba trabajando en la sanidad pública.

La razón evidente es que mientras el mundo siga produciendo "cosas nuevas" -a los que los jóvenes estén deseando engancharse-, los padres quedaremos relegados a una posición odiosa. Todo nuevo invento es un experimento social y nadie conoce a ciencia cierta sus efectos a largo plazo. ¿Qué le pasará a mi hijo si usa "esa cosa nueva"?

Y es en ese momento en que la rumorología empieza a intervenir de lleno en tu vida. Porque en las décadas que transcurren entre la invención del chisme y el desarrollo de estudios serios sobre sus efectos, a los padres no nos queda otro remedio que tirar de cotilleos de patio de colegio, bulos de internet y aterradores artículos de la prensa sensacionalista para formarnos una opinión.

Yo tuve a mi primera hija en 2001 y a la segunda en 2003 y estos son algunos de los rumores con los que tuve que lidiar: ¿las vacunas producen autismo? ¿Los silenciosos Teletubbies harán que mi hijo nunca aprenda a hablar? ¿El azúcar produce TDH? ¿Son peligrosas la camas elásticas? ¿Es peligroso vivir cerca de una antena de telefonía móvil? ¿Son las saludables barritas de frutos secos (eco) que compro en el carísima tienda hippy de mi barrio las causantes de que a mi hijo se le caigan los dientes? (La respuesta a esta última pregunta, por cierto, es que sí).

Pero el mayor rumor con el que ha tenido que lidiar mi generación de padres es -qué duda cabe- el de los peligros de internet y la adicción a los móviles. A los 11 y 13 años, cuando mis hijas ya tenían móvil -¡Venga ya! ¡Todos tenemos uno!-, el debate sobre sus efectos perniciosos estaba en su punto álgido y oscurantista. Se hablaba de internet como de una ciudadela llena de pedófilos -donde también había Wikipedia y tiendas de moda on line- y era evidente que las redes sociales estaban diseñadas para volver a los adolescentes ansiosos, inseguros o suicidas a base de youtubers y Kardashians.

Pasé un par de años acosando a mis hijas al respecto: "¿Algo de lo que ves en internet te está haciendo sentir gorda o inútil?", les decía mientras miraban fotos de Cara Delevingne con un sombrero. "¿Estás segura de que no estás hablando con un pederasta de Wichita?", les gritaba si mandaban mensajes de texto en el autobús. Hasta que un día decidí dejar de ser una capulla paranoica... y empecé a revisar (de verdad) lo que hacían con sus malditos teléfonos. ¿Y sabéis lo que hacen los adolescentes del siglo XXI con sus móviles? Exactamente lo mismo que hacía yo con mi teléfono fijo hace millones de años: hablar con los amigos. Sí, puede que ahora se manden fotos de sus narices desde Instagram, o historias por SnapChat, o emojis incomprensibles para celebrar sus cortes de pelo, pero el 90 % de las veces se limitan a hablar con sus colegas.

Y tengo que decir que hablan de forma emocionalmente mucho más sofisticada que nosotros a su edad. He visto a chicas de 12 años debatir sobre cómo llevaba una amiga el divorcio de sus padres, y a chicos de 10 hablar sobre sus trastornos obsesivos. Las conversaciones que yo tenía en mi teléfono de 1986 eran sobre lo bueno que estaba menganito o fulanito. "Yo pensaba que os pasábais el día enviando s elfies sexys o fotos con mil filtros para que vuestras vidas parecieran perfectas", le dije a mi hija menor. "Puede que los primeros seis meses fuera así -me dijo-. Hasta que te das cuenta de que tampoco mola tanto y pasas a otra cosa".

Hace unas semanas, la Universidad de Oxford publicó un estudio -realizado a lo largo de cinco años con 17.000 adolescentes británicos- que concluye que, contrariamente a nuestros peores temores, los niños no están "dañados" por el tiempo que pasan ante las pantallas. El doctor Max Davie, del Royal College of Paediatrics and Child Health, dijo que "la controversia sobre el uso de las pantallas y el bienestar adolescente ha sufrido siempre un exceso de opinión en perjuicio de los datos. Esperamos que este estudio ayude a corregir esa situación".

Para los padres de mi generación, este informe tiene su punto de irónico y aleccionador. A nuestros hijos, nativos digitales, les lleva apenas seis meses darse cuenta de los clichés de la tecnología. Nosotros, sin embargo, la generación supuestamente mejor preparada de la historia, nos damos cuerda unos a otros, entregados a ese "exceso de opinión" (y de rumorología) durante toda su infancia.

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