actualidad

El misterioso amante de las tardes azules

El amor se puede esconder en un torreón, en una historia silenciada durante años y en un mar de plumas azules... si se sabe esperar cientos de años.

Ilustración de Maite Niebla. / maite niebla

ÁNGELA BECERRA

Se giró, levantó la mirada siguiendo un impulso tardío y le pareció verlo asomado a la ventana, como en las tardes azules. Pero aquella casa llevaba más de 20 años deshabitada.

Después de dilatadas discusiones en las que el pueblo entero, por razones sentimentales, se opuso encarnizadamente a su derribo, el Ayuntamiento finalmente dio la orden de indultarla. Tapiaron todas sus ventanas, menos la que daba al torreón. La razón que adujeron fue que la vieja casa, puesto que estaba condenada a seguir con vida, necesitaba respirar.

Y seguía respirando.

A pesar del salitre que devoraba inmisericorde las fachadas del viejo caserío y de las inclemencias del tiempo. A pesar de que se mantenía cerrada a cal y canto, inexplicablemente su torreón se conservaba cubierto de flores y madreselvas donde anidaban todo tipo de pájaros, a cual más extrañamente bello. Especies jamás vistas se colgaban de sus ramas y cada noche, al filo de las 12, creaban con sus cantos prodigiosos conciertos.

El pueblo acabó convencido de que esa casa era la artífice de que sus mujeres, estériles por culpa de una maldición milenaria, ahora se encontraran en estado de buena esperanza. Aquel lugar, que estaba a punto de morir con el último viejo, había vuelto a llenarse de alegría.

Durante mucho tiempo, el sepulturero no volvió a cavar ninguna tumba.

Se creó tal dependencia de la vieja casona que los habitantes de Salsipuedes, por superstición y una especie de miedo y veneración, cada mañana dejaban en su portal regalos de toda índole. Desde carimañolas y cocadas hasta rosarios y escapularios perfumados con agua bendita. Sentían que, de no hacerlo, el pueblo podría ser castigado con terribles pesadumbres y regresar la apatía y la melancolía que durante tanto tiempo les había martirizado.

A Olvidina le hizo muy feliz la decisión. El torreón era el sitio donde había sido más feliz; ese sagrado recinto guardaría para siempre recuerdos horizontales, inmortalizados de caricias. Jugosos pecados jamás explicados a nadie. Que esa ventana siguiera abierta después de tantos años le permitiría a la vieja casa lanzar suspiros cuando el mar lamiera los dinteles de su puerta... como los salidos de su garganta aquella tarde de resurrección, que llevaron a que sucumbieran las barcas pesqueras que en ese momento se encontraban en el puerto; hecho que para los habitantes del pueblo nunca tuvo explicación.

En realidad, aunque jamás lo confesara a nadie, lo único que llevó a Olvidina a volver después de tantos años de ausencia a Salsipuedes fue encontrarse con aquella casa... y soñar que él seguía allí. Observándola, resucitaba su pasado; ese finísimo hilo que la ataba a la vida.

Continuó su camino sobrevolando sus recuerdos, regocijando su alma a punta de añoranzas. Allí habían quedado escondidos sus mejores años, sus risas y miedos, sus juegos y lecturas... sus sueños adolescentes... y él.

¿Por qué jamás se había dejado ver por nadie? ¿Era él lo que ella siempre sospechó?

De repente, una tarde subió las escaleras de la vieja casa con el corazón en su garganta y las ansias desbocadas, pero no lo encontró. Entonces, sucedió lo que temía. Tal como había aparecido, desapareció sin dejar rastro. Al contarlo a sus amigas, estas la tildaron de mentirosa, pues vivían convencidas de que todo lo que Olvidina les contaba era un invento producto de su imaginación, ya que era la única chica del pueblo a la que no se le conocía novio alguno. Además, cada vez que había querido presentárselo, se habían encontrado con el torreón vacío.

Nunca pudo convencer a nadie de nada, ni siquiera a su tía que la secundaba en todo; y aunque no se resignó, un día dejó de hablar de él hasta esconderlo en el último rincón de su memoria. Pero no lo olvidó. Sencillamente dejó de creer. Y así se le fue la vida.

Abrió la puerta con un temor que le venía de lejos y una atmósfera iridiscente la envolvió.

Su juventud se diluyó en el azul de su vestido, en la colección de plumas índigo que recogía del suelo cuando iba al colegio y en los atardeceres que, como ritual sagrado, derramaban su sangre sobre ese mar de olas agotadas de ir y venir a ninguna parte. Se hizo mayor.

Tal como le había pasado a su tía Silveria, muy a regañadientes empezó a vestir santos. De un día para otro pasó de su condición de soltera a la de solterona, palabra maldita de la que sus amigas habían huido como de la peste. Supo que ese era su destino la mañana en que, al mirarse al espejo, se encontró con más de 50 arrugas que dibujaban un extraño mapa en su cara. Allí se dio cuenta de que los seres humanos se envejecían de golpe delante de un espejo, y decidió no volver a mirarse en ninguno nunca más. De tanto no hacerlo, acabó por dejar de reflejarse. Pasaba por delante de los cristales sin que su imagen se viera en ninguna parte.

Cuando se hizo invisible para los hombres, se convirtió en madrina de los hijos de sus amigas... y en modista. Aprendió patronaje de moda, corte y confección por correspondencia.

Y se consagró a vestir santos con primorosa dedicación.

Lo primero que hizo fue ir a la única tienda del pueblo, donde encontró a precio de ganga viejas caracolas, troncos vomitados por la marea, libros mutilados por los años, cometas rotas y trapos de segunda, a los que generosamente don Emeterio -el tuerto del pueblo y dueño del singular establecimiento- les llamaba "telas".

Con todo aquello y con los hilos de seda del criadero de gusanos que tenía su tía, Olvidina bordó túnicas y casullas sacerdotales que se hicieron famosas en toda la comarca. No le fue difícil, pues siempre había vivido entre rezos, costuras y mártires.

En su casa había santos de todos los tamaños, según el favor a pedir. Estaban repartidos por toda la casa y eran utilizados para todo. Además de regalar favores, servían para colgar sombreros y chaquetas, trancar puertas, machacar plátanos para hacer las tostadas que acompañaban el sancocho o contener las pilas de viejos libros.

Su madre había empezado a coleccionarlos cuando tuvo la primera necesidad. Los buscaba grandes, medianos y pequeños, dependiendo de la dimensión del favor a pedir. El más grande era San Antonio, adquirido en la feria anual de santos el día en que su hija cumplió los 18 y sospechó que nunca le daría nietos.

Al igual que Olvidina, el pobre santo había acabado envejeciendo delante del espejo que presidía la sala y se había convertido en el favorito de su hija, quien le dedicaba todas las horas de costura. Lo llevaba a cuanto sitio iba y pasaba largas horas frente al mar hablando con él. Era el único que la entendía; su silencio le regalaba la comprensión que ninguno, ni siquiera su tía, se había dignado darle. A él le había acabado confesando lo vivido en el torreón y los ojos idos de aquel santo parecían asentirle cada frase. Acabó convencida de que había sido él quien, por arte de los rezos de su madre y de su tía, le había regalado lo vivido con el muchacho de la casa abandonada, del que nunca había escuchado una sola palabra y al que había amado como a nadie.

Ahora, después de recorrer el pueblo en el que finalmente habían ido marchando todos hasta no quedar ni un solo habitante, los únicos que la acompañaban eran sus pasos, el tintineo de la llaves en su bolsillo y los aullidos de un viento de Levante que hacían crujir las descascarilladas ventanas de las casas. Ahora, que no había nadie, volvía a encontrarse en la puerta con los ojos volados de San Antonio y una casa vacía, llena de recuerdos. Su madre ya no estaba, ni su tía Silveria. Todos habían muerto menos ella que, sin saber por qué, seguía con vida.

Habían pasado todos los años... tantos, que hacía tiempo había perdido la cuenta.

Durante varios días no salió. Se dedicó a ordenar los viejos santos, convertidos en los únicos habitantes de Salsipuedes. Los vistió y acicaló con las mejores galas que encontró y los fue llevando de uno en uno a la plaza del pueblo.

Y cuando los tuvo delante, se subió a la vieja tarima donde años atrás tocaba la banda del pueblo y mirándolos a los ojos les habló de la vida y de lo que nunca, en sus 300 años de existencia, se había atrevido a decir. Hizo un tratado sobre el amor y el por qué de tantas soledades y tristezas. Habló de religión y filosofía... y de los pájaros, de la miel, las abejas y las flores, de los niños y los ancianos. También habló de las buenas y malas costumbres; del bien y del mal. Se sintió, como nunca, reina de su pueblo. Por fin tenía un público que la escuchaba y la seguía. Que la admiraba. Por sólo una vez, era importante y necesaria. No hubo aplausos, pero ella los oyó.

Cuando finalmente dio por terminado el mitin, se despidió del impávido auditorio con una reverencia, bajó de la tarima y se fue buscando el mar. Ya lo había hecho casi todo.Iban a ser las 12 de la noche cuando pasó por delante de la vieja casa y, como siempre, el concierto de pájaros del torreón empezó su canto.

Olvidina lo reconoció: era el Requiem de Mozart. Levantó la mirada y volvió a sentir que él la observaba. Dudó antes de hacerlo, pero al final torció su camino y en lugar de la playa se dirigió a la entrada del viejo portal. Hacía 280 años que no lo cruzaba. Ya no quedaba ningún vestigio de los millares de regalos que durante años los habitantes del pueblo habían ofrecido a la casona.

El mar se había comido los rosales y camelias y, a cambio, centenares de cangrejos se paseaban orondos por lo que antaño había sido un jardín de verdes y aromas. El portal, carcomido por los años, se mantenía clausurado por un candado que lloraba herrumbre. Lo tocó y, al hacerlo, éste se deshizo en sus manos.

Empujó la puerta de madera que daba acceso a la vivienda y una nube de plumas azules la recibió.

Caminó por entre ellas, esquivándolas como pudo y, en esa oscuridad total, una luciérnaga la guió.

Llegó a tientas hasta la escalera y comenzó a subir. Cada escalón, con su crujir la fue acompañando. Al llegar arriba, su corazón había enloquecido...

Abrió la puerta, con un temor que le venía de muy lejos, y una atmósfera iridiscente la envolvió. En un rincón estaba él. Tenía las alas extendidas y su esbelto cuerpo desnudo la esperaba sobre el suelo. Al verla, se incorporó y sonrió. Por un instante ella se miró en el espejo de la cómoda del desván y volvió a verse reflejada: estaba más joven que nunca.

-He estado esperándote toda la vida, Olvidina- le dijo el ángel.

La tomó en sus brazos y volvió a amarla como había hecho durante todas las tardes en las que había subido al torreón. El cuerpo de Olvidina se diluyó en las alas del ángel. Su piel no era tocada por unos dedos... eran plumas que escribían sobre su pubis notas musicales.

Subió a lomos de su cuerpo y la ventana se abrió.

El cielo era el destino...

19 de febrero-20 de marzo

Piscis

Como elemento de Agua, los Piscis son soñadores, sensibles y muy empáticos. La amistad con ellos es siempre una conexión profunda que dura toda la vida... Si puedes soportar su carácter pesimista y su tendencia a guardar secretos y a ver siempre el lado negativo de las cosas. Ver más

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