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Las formas de la soledad, por Isabel Menéndez

La experiencia vital de estar solo puede experimentarse como una catástrofe o como una forma de conectarse con uno mismo. Vincularse a los otros sin dependencia es clave para habitar la soledad sin temor y con placer.

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Isabel Menéndez
ISABEL MENÉNDEZ

La palabra soledad se usa más a menudo para hablar de un estado de malestar que para reconocer la necesidad de conectarnos con nosotros mismos. ¿El motivo? La negación que suele hacerse de los aspectos psicológicos y el hecho de que se privilegia la realidad externa porque parece más controlable que la interna. Pero no es lo mismo estar solo que sentirse solo. Lo primero puede constituir un placer; lo segundo, se suele vivir como una catástrofe.

Necesitamos a los otros para vivir, pero también necesitamos separarnos de ellos y aceptar nuestra soledad para construir una existencia propia que luego nos apetezca compartir con los demás.

Nacemos dependientes, confundidos con el otro, sin saber quiénes somos. Construimos una identidad propia cuando adquirimos independencia y sentimos que podemos manejarnos con autonomía. Hay que separarse primero de la confusión con la madre. La adherencia hacia ella protege a los niños, pero infantiliza a los adultos si no se disuelve a tiempo. Más tarde, hay que dejar la protección paterna, que en principio es necesaria y ayuda a los niños, pero de la que tienen que independizarse para poder desarrollarse, porque el sometimiento al padre resguarda a los hijos pero les impide crecer. Las adherencias a los primeros objetos de amor, ya sea por exceso o por carencia, pueden conducir a un aislamiento en el que la soledad se convierta en una imposición que da su origen a conflictos psíquicos.

Hacía tiempo que Patricia había dejado de sufrir por el síntoma que le llevó a una terapia psicoanalítica: sentirse sola. Cuando llegó en el trabajo apenas hablaba con sus compañeros y había empezado a tener problemas con sus dos amigas de toda la vida. No tenía pareja y ninguna relación le duraba. En el proceso terapéutico, recorrió un camino que la condujo, primero, a relacionarse con ella misma de otra manera, lo que constituyó la base para acercarse luego a los demás de otra forma, dejando así de aislarse.

Las claves:

  • En los momentos de lucidez, cualquiera es capaz de enfrentarse a la soledad. En realidad, siempre estamos solos ante el espacio que se abre en nuestro interior y que no comprendemos, pero que debemos escuchar.

  • En un tratamiento psicoanalítico se aprende a tolerar la conciencia de ser un individuo separado y a vivir la soledad como enriquecimiento personal. Conocer los propios límites, y lo efímero de uno mismo, permite aprovechar mejor cada momento vivido.

Miedo al abandono

Recordaba una sesión en la que dijo: “Creo que no quiero estar con otro porque tengo miedo”. “¿Miedo a qué?”, le preguntó su psicoanalista. “ A que me abandone, a que desaparezca. Siempre se van... Prefiero irme yo antes a que me duela perderle”, contestó. “¿Te evoca algo la vivencia de ser abandonada?”, le dijo el psicoanalista. Patricia agachó la cabeza y se puso a llorar.

Lo que promovía en ella las lágrimas tenía que ver con la vivencia infantil de abandono que había sufrido por parte de su madre, una mujer incapaz de hacerse cargo de su hija, que fue dejándola sucesivamente en manos de otras mujeres. Su padre tampoco pudo contener aquel abandono materno. La incapacidad de sus progenitores para acogerla fue interpretada por Patricia como que no era querible y lo vivía como un trauma. No podía perdonar ese abandono, pero tampoco podía salir de él. Suponía que si se acercaba a otro podía repetirse y, antes de que llegara a suceder, prefería aislarse.

La palabra: el apego

  • Es el modo que tenemos de sentir el vínculo que establecemos con otra persona. La intensidad de los lazos afectivos depende de cómo hayamos vivido nuestra primera experiencia vital, en la que el apego nos enseña a estar con quien queremos, pero también cómo separarnos sin sentirnos solos

  • La madre y el padre suministran, en los primeros años, el alimento afectivo. Si la evolución de ese apego ha sufrido desajustes, puede haber dificultades para establecer vínculos afectivos.

Se puede mantener el aislamiento por temor a que el otro se vaya. El miedo a ser abandonado suele ser muy primario e intenso. La persona que lo siente a veces se defiende de él evitando la intimidad con otro. Pero, ¿quién es ese otro que puede desaparecer? Aprendemos a amar con nuestros padres. Cuando los niños son capaces de reconocer su ausencia como transitoria y admiten separarse de ellos, adquieren una identidad propia. Reconocer que el otro no puede tenerlo todo, y que a veces se ausenta, le conduce a conquistar la libertad y así puede realizar lo que quiere, incluido el deseo de estar con otros, sabiendo que el ideal de compañía absoluta es una fantasía.

Es necesario asumir una soledad fundamental como base desde la que encontrarse con el otro sin miedo; ser consciente de que vamos a saber defendernos si algo va mal y disfrutar con el otro en aquello que nos pueda unir. En un mundo hiperconectado, se favorece huir de esa soledad porque genera la fantasía de que siempre debe de haber alguien ahí, aunque sea de manera virtual. Cuando el apego afectivo con las primeras personas a las que queremos en la vida ha sido bueno, esa soledad es una buena amiga.

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