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No hay padres perfectos, por Isabel Menéndez

Pero sí hay buenos padres. Llegar a serlo depende de rebajar ideales y de ser conscientes de nuestra propia historia. Si aceptamos nuestros errores, a los hijos les resultará más fácil responsabilizarse de los suyos.

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Isabel Menéndez
ISABEL MENÉNDEZ

Si tienes hijos y sufres algún problema con ellos, es probable que te hagas preguntas del tipo: “¿Soy una buena madre?”; “¿Qué puedo hacer para serlo?”. Conviene aceptar que no hay padres ni madres perfectos, aunque sí los hay bastante buenos. Tener hijos obliga a revivir, en parte inconscientemente, muchas de las experiencias y problemas de la propia infancia, como dice Bruno Bettelheim en su libro No hay padres perfectos (Ed. Crítica).

El aprendizaje de la maternidad y de la paternidad va de la mano de la experiencia que los hijos provocan. Pero la base de cómo actuamos y de lo que sentimos proviene de lo que nuestros padres nos han transmitido. Pero, además de cómo nos trataron, todo hijo tiene que realizar un recorrido psíquico propio para llegar a ser adulto y dominar su vida.

Idealizar a nuestros padres nos lleva a ser rígidos con nuestros hijos.

En un principio, tanto la madre como el padre están idealizados. Después se les va bajando del pedestal donde la mente infantil los colocó y, a medida que el hijo o la hija se hacen mayores, van queriendo a sus padres con las limitaciones que todo humano tiene.

Cuanto más pequeños son los hijos, más admiran a sus progenitores. Necesitan creer en su perfección para sentirse resguardados del peligro en una vida que no dominan. La dependencia con la que los humanos llegamos al mundo provoca esta idealización.

En función de cómo los padres hayan podido hacerse cargo de los hijos, a estos les será más fácil o difícil vivir su maternidad o paternidad cuando les llegue el momento. Si hubo muchos conflictos en la infancia, puede aparecer la tentación de intentar resolver los problemas haciendo las cosas de una forma completamente diferente a como las hicieron sus padres. De este modo, se intenta reparar la historia propia, pero siempre hay que tener en cuenta las características del hijo, que serán diferentes.

Evitar errores:

  • No hay que culparse cuando un hijo muestra problemas de comportamiento o tiene conflictos en la convivencia. En tales casos, conviene hacerse responsable de la situación y ofrecerle ayuda.

  • Las restricciones inevitables que hay que poner a los niños no les perjudican. Lejos de ello, les sirven para aprender control de impulsos y respeto.

  • No hay que creer que nuestros hijos no necesitan ayuda cuando se comportan de forma autoritaria y agresiva, sin respetar lo que el otro quiere. El pequeño o el adolescente dictador tiene miedo a crecer y necesita salir de una demanda exigente e infantil.

El peligro de no mirar hacia atrás y hacia dentro

Lo primordial para llegar a ser buenos padres es reflexionar sobre nuestra historia. Cuanto menos conscientes seamos de lo que está sucediendo mientras cuidamos a un hijo, más probabilidades habrá de que surjan problemas. Sobre todo, porque lo que se intenta esconder se vuelve patógeno.

Podemos suponer que lo que hacemos con ellos está solo motivado por su comportamiento y nunca es así. Comprender nuestra historia y aceptar las carencias que nuestros padres tuvieron nos lleva a disfrutar más de nuestra propia posición como padres. El problema es que, en ocasiones, se sigue manteniendo la idealización, precisamente porque las carencias fueron excesivas. Y ese es el motivo de que se viva la unión con los hijos de forma muy exigente y rígida. Si se niegan o rechazan los problemas y conflictos que tuvieron nuestros padres, tampoco aceptaremos de buen grado que nuestros hijos discrepen de nosotros.

La mayoría de los adultos hemos incorporado como propias algunas de las características que nos gustaban de nuestros progenitores. Y somos conscientes del asunto. Pero no solemos darnos cuenta de que también nos hemos identificado en aspectos que rechazábamos. Muchas veces nos sorprendemos regañando a nuestros hijos con las mismas palabras que ellos usaban y detestábamos. En cambio, cuando estamos bien con nuestros hijos, sentimos que hablamos con nuestra propia voz y somos dueños de lo que les decimos.

Es decir, si nos identificamos con nuestros padres en algo que nos gusta, lo tenemos muy presente. Por el contrario, cuando nos identificamos en rasgos negativos, reprimimos esta información en el inconsciente.

Qué podemos hacer:

  • Es conveniente revisar nuestra historia infantil, sobre todo en aquello que resultó difícil en la relación con los padres, pues hubo actitudes que no nos gustaron. ¿Las hemos aceptado ya?

  • Los fallos que podemos cometer con los hijos pueden enseñarnos algo de nosotros mismos. Si aceptamos nuestros errores, a ellos les resultará más fácil hacerse responsables de los suyos.

  • Debemos ser conscientes de que les cuesta dejar de idealizarnos y hay que mostrarles que de los errores se puede aprender. La manera en que resolvamos nuestros conflictos constituirá una muy buena enseñanza para su vida.

Si no hemos sido capaces de aceptar que nuestros padres tenían fallos, es muy probable que repitamos, sin darnos cuenta, aquello que hemos reprimido y, por tanto, no hemos podido modificar. Desde ese lugar viviremos peor cualquier conflicto con nuestros hijos.

Daniela discute con Elsa, su madre, casi todos los fines de semana. Tiene 14 años, ha empezado a salir con sus amigas los fines de semana y suele llegar demasiado tarde. No respeta la hora que le ponen de límite y, además, sus resultados académicos han empeorado. El curso anterior suspendió dos asignaturas, algo que nunca había sucedido y su madre está muy alarmada.

Elsa fue una estudiante excelente de la que sus padres, los abuelos de Daniela, presumían a menudo. Cuando pudo tomar sus propias decisiones se convirtió en abogada, como su padre. Ahora, no entiende los cambios de su hija ni se ha dado cuenta de que lo que subyace a estas peleas es la perfección que Daniela proyecta hacia ella. La adolescente la sigue manteniendo idealizada y supone que no va a poder ser tan buena como su madre. Su exigencia en los estudios la lleva a fracasar y la rivalidad hacia su madre, a pelearse.

El gran afecto que los hijos nos tienen y sus dificultades para rebajar la idealización infantil se encuentran detrás de muchas de las hostilidades que nos muestran. Aunque siempre haya que pararles si se ponen agresivos, comprender lo que les está moviendo sería importante, pues pasaríamos de enfadarnos a aceptar las fuerzas inconscientes que les dominan.

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