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Llueve sobre mojado, por Paloma Bravo

"Necesito irme a casa. Y, cuando llego, necesito salir. Llueve, pero la perra se sacrifica y me saca..."

maite niebla

Paloma Bravo
PALOMA BRAVO

Como con un tío que me quiere (me consta). Dos veces en la comida (¡dos!) me dice: “ Yo no soy ni machista ni feminista”. “O sea –intento replicar–, que ni defiendes el abuso de los hombres ni la igualdad entre géneros. No tiene senti…”. Me corta con la mano. No le interesa. “Me interesa el talento”. “¡Toma! ¡Y a mí! El talento, la meritocracia, la educación, la cultura...”. Otra vez la mano, displicente. No necesita mi intervención, sino mi escucha. Escucho. Escuchar es fácil y, a veces, doloroso: lo que escuchas se te queda dentro. Intento sudar las toxinas, corriendo hacia una reunión del colegio.

Miro el teléfono. Parece que las madres adictas al whatsapp hablan del sabor de las lentejas del cole. ¿A café o a té negro? No puedo aportar nada porque en casa nunca me hablan de las lentejas. Supongo que han heredado mi asunción: el menú del colegio se cura, como la edad, con el tiempo. Me cuentan solo las cosas importantes: que han metido goles en el recreo, que necesitan un bolígrafo verde (¿por qué verde?) y que a ver si me acuerdo de la contraseña del iPad que he olvidado a propósito.

Las madres piden también coordinarse para retrasar el móvil hasta los 15, los 20, los 30. Sé que hay padres en el grupo, pero callan. Y madres que ya han dado móviles a sus hijos (a los nueve, 10, 11 años). Callan. Yo alguna vez mando artículos sobre la adicción de los adultos, pero sé que no les gustan. Me consideran intelectual, rara. Podría salirme del grupo, pero me resulta útil: he encontrado allí respuestas importantes y amigas para toda la vida. El grupo del colegio es como la sociedad: hay de todo, en una representación estadística imperfecta.

En el cole saludo a profesores que no conocen a mis niños. “Hola, qué tal. Tienes mi mail” y se me pasa por la cabeza un flashback distópico: intento imaginar a mis padres mandado mails a los profesores de sus hijos. Mi padre habría hecho una sola pregunta: “¿Para qué?”. Me emborracho de profes nuevos, de salas recién pintadas, de falta de aire. Alguien me para: “¿A qué edad vais a dar móvil vosotros?”. Empiezo a delirar: “No soy ni movilista ni inmovilista”.

Necesito irme a casa. Y, cuando llego, necesito salir. Llueve, pero la perra se sacrifica y me saca. Pasa un hombre, con paraguas y dos perros. Uno suelto, el otro con arnés y un cencerro. El perro suena a vaca y a indignidad. El señor habla por teléfono. Un chico pasea un cachorro con gabardina de marca. Tengo ganas de decirle que se le va a quedar pequeña. Pasa un matrimonio con un perro enano. Mi perra se acerca y la mujer se aleja con cara de disgusto mientras su marido le hace carantoñas. “Desconexión conyugal”, diagnostico. No llevamos paraguas. Nos mojamos. Nos relajamos. Nos gusta que llueva.

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