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Quiero que mi hijo sea... por Isabel Menéndez

Todos somos hijos del deseo... de otros, es decir, de una pareja que vuelca en nosotros sus expectativas. Pero si el anhelo de los padres se impone al de los hijos, aparecen los problemas.

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Isabel Menéndez
ISABEL MENÉNDEZ

La paternidad y la maternidad suponen un reencuentro y una despedida: un reencuentro con la propia infancia y una despedida del lugar de hijos ocupado hasta ese momento. Antes de que el bebé nazca, los padres comienzan a imaginar un futuro para él o ella. Esperar que un hijo “sea” y tener deseos sobre cómo organizará su vida es básico para su salud. Esos deseos tienen que ver con el amor que se le dirige. La transmisión de los deseos paternos y maternos es tan inevitable como imprescindible.

Ahora bien, cuando los padres tienen una demanda excesiva y buscan que su hijos triunfen allí donde ellos fracasaron, no lo están haciendo por amor, sino por narcisismo. Es un error, además de una injusticia, valorarlos solo en aquello que coincide con las expectativas que teníamos sobre ellos.

La influencia de los deseos de los padres hacia los hijos puede ser beneficiosa o patológica, depende de cómo hayan elaborado los progenitores su propia historia. Si han resuelto su vida de forma satisfactoria, son capaces de disfrutar de lo conseguido y no se han quedado anclados en un pasado que sienten que les debe algo, proporcionarán a sus hijos una base emocional más segura.

Evitar errores

  • Pretender reparar las carencias de la propia historia con los hijos siempre provoca conflictos. Cuando un hijo se ajusta a lo que se esperaba de él, resulta fácil suponer que todo marcha bien. Sin embargo, puede ser un error, sobre todo en la adolescencia, donde los enfrentamientos muestran también un sano intento por desprenderse de la tutela paterna.

  • No hay que culpabilizarse por querer que consigan lo que nos parece bien, pero sería un error valorarlos solo en aquello que coincide con nuestras expectativas.

Exigir no es acompañar

El curso pasado, Alberto había tenido muchas discusiones con su hijo Daniel porque, habiendo sido un buen estudiante, comenzó a traer malas notas. Elsa, la madre, intentaba mediar en las peleas como podía. A final de curso, tuvieron una entrevista con la tutora. Alberto dijo en un momento de la conversación: “Yo quiero que mi hijo pueda, el día de mañana, ser el mejor abogado de esta ciudad. Pero se pasa el día oyendo música y chateando. Hay que meterlo en vereda”.

“Daniel tiene 14 años –respondió la tutora–. Quizá sea un poco pronto para asegurar lo que quiere hacer. Es inteligente y responsable. Convendría investigar qué le preocupa para que no pueda responder a sus obligaciones”.

Alberto y Elsa salieron de la entrevista un poco perplejos y empezaron a discutir. “Estudia poco porque tú le mimas demasiado”, dijo Alberto. “A lo mejor, si no estuvieras todo el día con el asunto de las notas y valoraras lo que a él le gusta, como la música, se sentiría mejor”, contestó Elsa.

Daniel era hasta hace poco un niño demasiado bueno, pero había empezado a enfrentarse a su padre porque no se sentía reconocido. Alberto, por su parte, nunca sintió que su padre lo valoraba. Al tener a Daniel, intentó hacer lo opuesto. Parecía estar muy cerca de su hijo, pero era para pedirle cosas continuamente. De esta forma, el niño, que estaba entrando en la adolescencia, sentía que su padre no le reconocía y que le quería solo si respondía a las expectativas que tenía de él, siempre excesivas. Alberto, intentando ejercer la paternidad de forma opuesta a su propio padre, cayó en sus mismos errores.

Qué podemos hacer:

  • Reflexionar sobre lo que pedimos a nuestros hijos. Una demanda excesiva puede dar el mismo resultado que no esperar nada de ellos. En ambos casos, no se les está valorando.

  • Si los hijos se sienten culpables de haber decepcionado a sus padres por no ser como ellos les piden, se sentirán inseguros y entonces necesitarán hacer proezas para afirmarse. Si realizan acciones peligrosas o arriesgadas, conviene revisar nuestra relación con ellos. Pueden sentirse muy inseguros.

Influimos sobre la vida de los hijos con nuestros deseos, sean conscientes o no. Si no hemos arreglado las cuentas afectivas con nuestra propia historia y tratamos de compensarla con nuestros hijos, los conflictos aparecerán, pues los niños se sentirán rechazados al no poder compartir sus elecciones con nosotros.

Los hijos necesitan que los acompañemos en lo que desean hacer con su vida. Nos guste más o menos lo que han elegido ser, siempre tendrá que ver con lo que han vivido junto a nosotros.

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