vivir

Ellos también se deprimen

Los adultos idealizamos la infancia y suponemos que los niños no tienen problemas como para sufrir un estado depresivo. Pero nos equivocamos. Crecer es complicado.

Niño en una esquina con nubes proyectadas / Cordon

Isabel Menéndez
ISABEL MENÉNDEZ

Hacerse mayor implica un recorrido atravesado por procesos psíquicos en los que puede aparecer algún estado depresivo. El modo en que nuestros hijos muestran sus conflictos puede confundirnos, ya que no pueden expresarse como nosotros.

La depresión, en el adulto, se manifiesta con síntomas como la tristeza, los autorreproches, el sentimiento de culpa y la escasa autoestima. En el niño, en cambio, se advierte por un sentimiento de preocupación, por una ausencia de motivación o por cambios de humor. También pueden aparecer insatisfacción, angustia, inhibición, desamparo, hastío o pesimismo. En ocasiones esconden su pena, pero nada les gusta. Padecen vergüenza, dimiten de sus tareas y todo les decepciona.

Sus síntomas son distintos: apatía, cambios de humor, agresividad...

Algunas de estas manifestaciones pueden enmascarar un estado depresivo que no han podido superar. Pero el niño carece de la batería de palabras y reflexiones que nombran el malestar y colaboran a disminuir la presión interna. Esta carencia conduce a que, en muchos casos, se enmascare su estado depresivo. La depresión en el adulto no es más que la repetición de la depresión infantil, que no se resolvió entonces y por la que ha quedado la tendencia de reaccionar con tristeza ante una frustración. Sin embargo, la depresión infantil no se suele reconocer.

Hay dos ejes en torno a los que se agrupa la mayor parte de la sintomatología. Uno de ellos tiene que ver con manifestaciones como la auto-desvalorización y la tristeza. Pero el otro se refiere a la lucha y la protesta contra los sentimientos que los niños no saben gestionar. Entonces aparecen la agresividad, la impulsividad y el desinterés por las tareas escolares, entre otras conductas que los padres no logran entender.

La madre de Gabriel lo llevó al médico porque no era capaz de hacerse con su hijo y en el colegio mostraba una gran agitación. El niño vivía en un estado continuo de ansiedad. La medicación que le prescribieron hizo un efecto rápido, pues lo convirtió en un niño tranquilo, pero triste. Además, en el colegio su rendimiento no mejoraba. La madre comenzó a inquietarse. Habían conseguido calmarle, pero su hijo no estaba bien, de modo que lo llevó a una psicoterapia.

Evitar errores:

  • No hay que culpabilizarse por la manera de educar a nuestro hijo. Igual que puede tener problemas en su cuerpo, puede sufrir psicológicamente y ello muestra que los padres, aunque no lo sepan, también han tenido conflictos. La culpa no sirve para ayudarle.

  • No es bueno suponer que es bueno el hecho de que nunca muestre afectos agresivos o celos.

  • Un exceso de estimulación puede ser vivido por el niño como un exceso de presión al que tiene que ajustarse para ser querido. Entonces pueden aparecer niños inconstantes que mantienen un estado psíquico de zapping que les evita detenerse en una tarea.

Miedo al abandono

Tras los síntomas de Gabriel, se enmascaraba un estado depresivo que tenía que elaborar. La entrada en el colegio fue muy complicada para él, pues había coincidido con el nacimiento de su hermana, de la que nunca había mostrado celos. Ahora, con seis años, era desobediente y no mostraba ningún interés por el estudio. A veces se marchaba de clase sin decir nada. Lo cierto es que carecía de motivación. Padecía también una agitación continua y molestaba mucho a los demás.

Gabriel empezó a pacificarse poco a poco con el tratamiento psicológico. Necesitó elaborar todas sus fantasías en relación al nacimiento de su hermana, a los celos jamás expresados, y al miedo a perder el amor de sus padres por toda la rabia que había sentido hacia su madre al sentirse destronado de su lugar de hijo único. Había perdido ese lugar y tenía que repartir el amor de sus padres con su hermana a la que a veces imaginaba que tiraba por la ventana.

El niño temía ser abandonado en el colegio y que su madre no volviera a buscarle, y esta fantasía se sustentaba en que él sentía que era malo por todo lo que guardaba en su interior, por las fantasías y deseos jamás realizados, pero que le llenaban de culpa y temor a dejar de ser querido. El temor a perder el amor de los padres es lo que hace que los niños acepten las normas educativas.

La depresión no siempre resulta evidente, pero suele producirse ante una pérdida y el duelo posterior. No olvidemos que crecer conlleva conquistas, pero también pérdidas. Durante su infancia, el niño tiene que atravesar varios duelos.

El primero se produce cuando se discrimina de la madre, al reconocerla como diferente y reconocerse a sí mismo con un "yo" propio e independiente a ella. Esto lo realiza en el segundo año de vida, cuando se reconoce en el espejo. El duelo que tiene que elaborar es el de la separación de la madre, con la que, antes de reconocerla como otra, se sentía confundido y, por supuesto, más poderoso ante las dificultades de la vida.

Ahora tiene límites y depende de los otros. Desde ese momento, la educación y la maduración afectan al niño. Así, el nacimiento de un hermano, la separación de los padres, el ingreso en el colegio, u otras situaciones cotidianas, imponen un trabajo psíquico.

Cuando algunas operaciones psíquicas no pueden elaborarse y el ambiente familiar no acoge al niño en momentos decisivos, el estado depresivo se convierte en patológico. Psicoanalistas como Spizt o Bolwby, verdaderos referentes en el estudio de los estados depresivos infantiles, señalan que el desvalimiento mayor y más patógeno que pueden sufrir los niños es cuando se ven privados de una relación adecuada con la madre y no encuentran un sustituto capaz de "maternarlos". Después de la madre, entra en juego el padre y todos los adultos que rodean al niño, que tendrían que poder acogerles y darles tiempo para expresarse.

La depresión apunta a una inhibición del deseo de comunicarse con otros. Tendríamos que preguntarnos entonces qué podemos hacer los adultos para que los niños quieran hablar con nosotros y para que puedan encontrar en nosotros el clima necesario donde puedan nombrar lo que están sintiendo.

Qué podemos hacer:

  • Si después de probar con el niño distintas estrategias para averiguar qué le ocurre (hablar con él, dedicarle tiempo, señalarle lo bueno que es en algún aspecto), no percibimos ninguna mejoría, quizá se requiere a un profesional.

  • Lo que le ocurre a un menor no solo tiene que ver con acontecimientos reales penosos, sino con acontecimientos fantaseados que le hacen sufrir.

  • Una psicoterapia despeja incógnitas, evita que los síntomas se hagan más resistentes, alivia el sufrimiento y libera la energía psíquica dejándole más libertad para sentirse a gusto consigo mismo y con los que le rodean.

21 de marzo-19 de abril

Aries

Como elemento de Fuego, los Aries son apasionados y aventureros. Su energía arrastra a todos a su alrededor y son capaces de levantar los ánimos a cualquiear. Se sienten empoderados y son expertos en resolver problemas. Pero son impulsivos e impacientes. Y ese exceso de seguridad en sí mismos les hace creer que siempre tienen la razón. Ver más

¿Qué me deparan los astros?