PINTURAS Y DIBUJOS
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Hay que recurrir a ella para estar a la altura de su arte y su rebeldía. Por eso, diremos que la exposición de Maruja Mallo (1902-1995) que se acaba de inaugurar en el Centro Botín de Santander es para quitarse el sombrero. También podría ser subirse el largo de la falda en su honor, maquillarse en exceso o dejarse el pelo a lo garçon. Pero la gallega sentó cátedra en eso del sinsombrerismo, así que nos descubrimos ante esta proposición, Maruja Mallo: Máscara y compás. Pinturas y dibujos de 1924 a 1982.
La muestra, fieramente divina y humana, podrá verse a orillas del Cantábrico hasta el 14 de septiembre. Y seguidamente, del 7 de octubre al 16 de marzo ya de 2026, en el Reina Sofía madrileño. Vaya por delante que es la retrospectiva más completa de la artista hasta la fecha, con obras de procedencia diversa, de Chicago a Lugo, de Buenos Aires a París. Y, desde luego, un ajuste de cuentas en lo artístico con esta gran olvidada, que, sin embargo, nos trae a la memoria a los habituales de su generación, la del 27.
Lo comentamos porque Mallo fue novia apasionante de Rafael Alberti y hasta de Miguel Hernández, así como amiga, pongamos interestelar, de Salvador Dalí. Además de frecuentar a Federico García Lorca, que le robó aquel novio que parecía un príncipe ruso, y a otros grandes de la época como Luis Buñuel, María Zambrano o Rosa Chacel. Solo que Ana María Gómez González, su nombre de cuna, era la viva imagen de la desmesura y la libertad. Capaz de desprenderse del sombrero cuando era poco menos que un delito, surcar las calles de la capital en una impensable bicicleta y regenerarse, años y muchas curvas después, como musa de la Movida que puso patas arriba Madrid. Ni Warhol brilla por su ausencia en su apabullante biografía.
Viene a cuento además que se la reivindique en un centro cultural lo suficientemente extravagante como el desdoblado edificio del genovés Renzo Piano. Algo así como una nave espacial aterrizada junto al mar en la bahía santanderina, estratégicamente alzada y atravesada de pasarelas, que podría haber pintado la propia artista en cualquiera de sus incursiones, echando mano de su estrambótico diccionario, «geonautas».
El mejor de los lugares, sin duda, para pasearse contemplando las más de noventa pinturas y un buen número de dibujos que trazan la carrera de Maruja Mallo. «Desde el realismo mágico de sus primeros años hasta las configuraciones geométricas y fantásticas de sus últimas obras», resaltan desde el Centro Botín. La cosa no se queda ahí, porque está a disposición del público un jugoso material de la vida y milagros de Mallo en el que husmear. Documentos, fotografías, escritos y demás para recrearse en el trasfondo vanguardista de esta pionera que logró, como nos dicen, «reflejar las preocupaciones de su época mientras se anticipaba a muchas de las nuestras».
Hay una épica femenina en sus cuadros, una exaltación de las mujeres en un agitado contexto de entreguerras. Mallo cabalgó desde el arte popular de sus comienzos, como reacción al cubismo y la abstracción, hasta lo rural. No hay que olvidar que fue alumna de Julio Romero de Torres en la Real Academia de San Fernando. Ella, eso sí, pintó a la mujer moderna. Una visionaria, a todas luces, que puso en danza modernidad y tradición en Las verbenas (1927-1928), donde sacaba a bailar a mujeres disfrazadas de ángeles negros, reyes y magistrados de cartón piedra o intelectuales sobre cerdos conduciendo un tiovivo hacia los mundos alternos.
Pero lo pintado no siempre era la fiesta, para ella la afirmación vital del pueblo. Las Cloacas y campanarios (1930-32) protagonizan sus descensos y ascensos, facilitados por el surrealismo. Al tiempo que sus Arquitecturas (1933) se volvían minerales y vegetales cuando no rurales, hundiéndose en lo telúrico y lo matérico, geometrizándose por completo y tensando la cuerda entre lo animado y lo inanimado, el rostro y la máscara. A Maruja Mallo se la puede leer entera en sus cuadros.
En el París de los primeros años treinta, estudió escenografía y teatro, conoció a Breton, a Miró y a Picasso. También entonces se hizo fotógrafa performática para recrear la realidad transformándola y seguir el vuelo de una mariposa, el giro de un compás o la libertad que irradian todos los mapas. No nació de la espuma del mar como Afrodita, pero se retrató vestida de algas en la playa de El Tabo (Chile) en 1945, que es el litoral de los poetas, no lejos de la Isla Negra de Neruda, otro de los suyos.
En La religión del trabajo (1937-1939), homenaje a las trabajadores del mar y de la tierra, abre las puertas a imágenes arcaicas de diosas o damas oferentes con espigas o redes en el rostro, alumbrando un renacimiento, un nuevo clasicismo, como si el arte fuera la salvación frente al tiempo y la deriva bélica. Así lo dejó escrito, confirmando su «fe materialista en el triunfo de los peces, en el reinado de la espiga».
De Maruja Mallo se puede esperar todo. Naturalezas vivas (1941-1943), pobladas de figuras femeninas hechas de conchas, corales y flores extrañas como flotando para recordar el origen común de la vida. Es curioso que eligiera de escenario tanto los barrios más populares de Madrid como las tierras del extrarradio para acabar finalmente haciéndole un guiño al cosmos, «el no lugar por excelencia, profundizando en la cadena que une al ser humano con lo más lejano, la célula o el universo», leemos. Por eso, lo suyo es tan etéreo como terrenal, tan paradisiaco como mundano.
El exilio, tras la guerra civil española, la llevó a Buenos Aires, desde donde viajó por el Pacífico y Uruguay hasta recalar en Brasil, país que acentuó aún más su sincretismo cultural y racial, de fusión entre razas, aunque mirando al futuro. Pintó hasta Una cierva humana. Sin dejar de lado en ningún momento, pese a sus ensoñaciones, su contacto con lo científico y lo real, aunque luego fuera maravilloso.
En sus Máscaras está la huella de los estudios sobre Freud, que calan en su condición de exiliada. Y cuando llega el retorno a España en 1962, crea espacios siderales infinitos en Moradores del vacío (1968-1980) y Viajeros del éter (1982), donde se funden micro y macrocosmos, ciencia y mitología, para que convivan la célula o la nave espacial con los ángeles o las sirenas. Parece locura, pero es poesía. Por algo Dalí la definió como «mitad ángel, mitad cangrejo». Y por algo también Alberti le lanzó, en Ascensión de Maruja Mallo al subsuelo, esta pregunta: «Dime por qué las lluvias pudren las hojas y las maderas. Aclárame esta duda que tengo sobre los paisajes. Despiértame».
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HORÓSCOPO
Como signo de Fuego, los Sagitario son honestos, optimistas, ingeniosos, independientes y muy avetureros. Disfrutan al máximo de los viajes y de la vida al aire libre. Son deportistas por naturaleza y no les falla nunca la energía. Aunque a veces llevan su autonomía demasiado lejos y acaban resultando incosistentes, incrontrolables y un poco egoístas.