Laura Ferrero es escritora. Su último libro es Los Astronautas (Ed. Alfaguara). VICENS GIMÉNEZ
Nunca menos (que ahora)

LOS NOMBRES DE LAS COSAS

Nunca menos (que ahora)

«Lo rutinario es eso memorable que perdura, el tejido palpitante que es la vida a secas, sin florituras, y que damos por supuesto».

Laura Ferrero

Cada país tiene, a la hora de brindar, sus propias expresiones. Tras esa particular forma de celebrar, de esas palabras que, al decirlas, invocan alegría, deseo o consuelo, se esconde una manera propia de mirar el mundo y de relacionarse con lo vivido. Desde el universal «¡Salud!», traducible a casi todos los idiomas, hasta el juguetón «chin chin», el sonoro «cheers» anglosajón o el japonés «kanpai», que significa, con hermosa sequedad, «vaso vacío».

Sin embargo, mi brindis favorito no aparece en ninguna guía de viajes ni en las sobremesas de postal. Es uno que procede de los domingos de mi infancia, de esas ceremonias domésticas que jalonaban la vida familiar.

En mi memoria perviven, con absoluta precisión, los detalles de la mesa puesta en casa de mi abuela: mi vaso lleno del casi desaparecido Bitter Kas y su rodaja de naranja flotando como una promesa; el desfile de vermuts, los entremeses –cuando aún se tomaban entremeses–, los canapés coronados con huevo hilado, el licor Soberano, y esos muslitos de cangrejo congelados que hoy probablemente figurarían en la lista negra de cualquier manual de alimentación consciente, pero que entonces eran sinónimo de manjar y de fiesta.

Antes de empezar con los aperitivos, mi tío –que tenía el don de convertir los gestos en liturgia– se ponía en pie. Carraspeaba, como quien afina la voz para comunicar algo solemne, y nos miraba con una pausa que imponía silencio. Con una lentitud casi ceremonial, como si fuera a revelar un secreto largamente custodiado, alzaba la copa y pronunciaba dos palabras que caían sobre todos nosotros como una bendición: «Mai menys». Nunca menos.

Pero los niños pronto le interrumpíamos con impaciencia con un exaltado «¡chin chin!». Lo hacíamos llenos de prisa por entrechocar el cristal de los vasos, sin tener la menor idea de a qué podían referirse aquellas dos palabras tan escuetas, tan misteriosas. ¿Nunca menos que qué? ¿Nunca menos que ahora? Esa era, supongo, la pregunta sin formular.

Entonces, cuando reparaba en ese «ahora», no me parecía gran cosa. Desde la inconsciencia de la niñez, lo que me rodeaba era simplemente lo que siempre había existido: la familia, la solemnidad de mi tío, los canapés del domingo. Hábitos, costumbres, los distintos nombres que tomaba la rutina.

Hoy, visto con la perspectiva del tiempo, entiendo. Entiendo que las palabras de mi tío no eran un brindis cualquiera, sino una suerte de advertencia o, más bien, un feroz recordatorio: habita, en lo aparentemente rutinario, en eso que damos por hecho, el lienzo en el que se nos va revelando lo extraordinario.

La rutina –esa palabra tantas veces denostada– es el polo opuesto de la aventura. Justamente ahora que la aventura estival –junio, julio, agosto– llega a su fin, septiembre se nos aparece como el domingo por la tarde que, con su horizonte de obligación, suena a un fin de fiesta que nadie celebra.

Uno de mis autores favoritos, el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, decía en sus espléndidas Prosas apátridas: «No creo que para escribir sea necesario ir a buscar aventuras. La vida, nuestra vida, es la única, la más grande aventura. El empapelado de un muro que vimos en nuestra infancia, un árbol al atardecer, el vuelo de un pájaro, aquel rostro que nos sorprendió en el tranvía, pueden ser más importantes para nosotros que los grandes hechos del mundo».

Lo rutinario es eso memorable que perdura, el tejido palpitante que es la vida a secas, sin florituras, y que damos por supuesto, como si siempre estuviera ahí, sin percatarnos de que un día, al volver la vista atrás, quizás no echemos de menos los grandes acontecimientos, sino el lujo secreto de esos días aparentemente indistinguibles que, a fuerza de mirar, terminamos ignorando. Brindar, en algunas ocasiones, no es desear más ni mejor. Es, quizá, saber mirar lo que ya hay, para que no falte. Para desear –con toda la esperanza posible– que nunca haya menos.

HORÓSCOPO

HORÓSCOPO

Sagitario

Como signo de Fuego, los Sagitario son honestos, optimistas, ingeniosos, independientes y muy avetureros. Disfrutan al máximo de los viajes y de la vida al aire libre. Son deportistas por naturaleza y no les falla nunca la energía. Aunque a veces llevan su autonomía demasiado lejos y acaban resultando incosistentes, incrontrolables y un poco egoístas.