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Lahore bulle con el hormigueo rutinario de sus más de 10 millones de habitantes esta tarde de lunes en la que las dos viajeras se adentran, guiadas por un pakistaní, en el hermoso centro fortificado de la ciudad. Ambas, con vaqueros, pudorosa manga larga y pañuelo cubriendo la cabeza, intuyen lo que les espera en el paseo. Las miradas incisivas de los hombres que se arremolinan en los jardines de Shalimar, los cuchicheos, el descaro con que les pasan revista. Ellas también contemplan con abierta curiosidad lo distinto que resulta todo, y es entonces cuando se percatan de lo excepcional. Porque lo raro no es que sean las dos únicas occidentales en el corazón de Lahore: es que son, casi, las únicas mujeres. Aunque vayan vestidas para no importunar las costumbres locales, llaman tanto la atención como para que dos niñas acaben parando a una de las visitantes y le estrechen la mano entre risas de sorpresa. Para comprobar que esa mujer a la que quieren tocar es real. Que existen en el mundo otras de su género que se desenvuelven en libertad en el espacio público, ante los ojos de todos.
Pakistán es un país difícil para ser mujer. Muy difícil. Según el índice publicado por la Fundación Thompson Reuters en enero, es el sexto más peligroso del mundo para ellas, aunque otros listados previos lo situaban incluso en peor posición. Tampoco resulta un lugar propicio para viajar: no existe una mínima estructura turística ni siquiera guías escritas que ilustren sobre un lugar tan fascinante como perturbador. Una de las dos occidentales que se maravillan ante el fuerte de Lahore trabaja para Unicef en el País Vasco; la otra es periodista. Se han desplazado para conocer de primera mano el gran drama que arrastra Pakistán –la tasa de mortalidad en recién nacidos más elevada de la comunidad internacional– y los programas de cooperación desplegados en Sanidad y Educación, cuyos beneficios acaban alcanzando a las mujeres. Unas mujeres que protagonizan lentos y trabajosos pasos hacia su reconocimiento como ciudadanas de pleno derecho en un país en el que la violencia machista llega a expresarse con tanta crueldad como para desfigurar sus rostros con ácido y en cuyas áreas tribales siguen pactándose matrimonios que mercadean con la vida de las novias, a veces muy jóvenes. Los feminicidios constituyen la manifestación más extrema de un sexismo epidérmico, que se percibe en cuanto se pisa el país y se comprueba que las calles, atestadas, son cosa de hombres. Hombres que también malviven, pero que pueden tomar sus decisiones.
Hoy es una mañana de revuelo en la escuela para niñas de Toba Tek Singh, una localidad rural a dos horas en coche de Lahore. El centro, que ofrece “formal education” [educación reglada], es una experiencia modélica de la cooperación entre Unicef, el Gobierno regional y la comunidad local, que se organiza para que las alumnas vayan a clase acompañadas, acotando potenciales riesgos en recorridos a veces kilométricos, por caminos sin asfaltar, rodeados de pobreza y suciedad.
Aunque existe una amenaza más íntima, que tiene que ver con algo tan natural para millones de mujeres en el mundo como el manejo de la regla. Lo que para nosotras no pasa de ser una incomodidad mensual, para las menores pakistaníes puede marcar la diferencia entre seguir yendo a clase o dejar de hacerlo para siempre. Porque los tabúes continúan pesando y porque las condiciones higiénicas no garantizan tan siquiera una provisión generalizada de agua potable. Y ese futuro pende aquí, en este pueblo del Punjab, del kit de menstruación de Unicef que se distribuye entre las estudiantes.
Manecha Azam, de 16 años y la menos vergonzosa de su clase, no puede evitar una sonrisa azorada mientras muestra el contenido del neceser: una compresa, una pastilla de jabón, un trapito. “Soap is your friend” [“El jabón es tu amigo”], puede leerse en las bandas que llevan cruzadas algunas adolescentes en un gráfico resumen de qué necesitan las mujeres, aquí y en cualquier lugar del mundo, para poder sostener una vida propia: junto al reto mayúsculo del reconocimiento efectivo de su derecho a la igualdad, algo tan esencial como el acceso a la sanidad, a la higiene más elemental, y a la educación.
Todo en Pakistán despierta miradas de curiosidad, que son de ida y vuelta. No solo en la calle. Aquí, en esta clase de pupitres de madera en la que imaginar un ordenador parece una quimera, las viajeras se interesan por las adolescentes; y estas, por ellas. ¿Y qué piensan? Que en vaqueros y camiseta de manga larga van “demasiado apretadas” para la indumentaria femenina que se estila en el país, donde ellas visten trajes holgados y coloridos pañuelos en la cabeza. Se escuchan risas, al principio tímidas y después más confiadas. Siempre es posible que las mujeres traben complicidades, incluso cuando provienen de sociedades y culturas muy alejadas entre sí. Les sorprende que alguien les pregunte por sus inquietudes, por sus expectativas; nadie parece haberlo hecho antes.
Manecha Azam y sus compañeras, que se van animando para levantar la mano y alzar la voz, quieren ser doctoras e ingenieras, aunque buena parte de las pakistaníes que trabajan se dedican a la enseñanza, el terreno más favorable para su desarrollo personal y su seguridad. Las adolescentes ven la tele y disfrutan con los videojuegos en el móvil, pero el teléfono no es de ellas. Y su inspiración pasa por “ganar su dinero y formar una familia”. Pakistán es un país superpoblado (200 millones de habitantes), que lucha para que no sigan muriendo sus bebés. Las madres, analfabetas en no pocos casos y con proles numerosas, aparentan más edad de la que tienen. Les envejece la maternidad temprana y en circunstancias que retrotraen a la España de hace medio siglo.
Cuentan quienes conocen bien el país que el punto de inflexión para la incorporación femenina al mercado laboral se produjo hace dos décadas. Desde entonces, han ido apareciendo mujeres con salarios autosuficientes que se permiten prolongar su soltería para “elegir bien”. Esta constituye, sin embargo, la excepción. “Empoderar a las mujeres no significa solo que tengan acceso a la sanidad y la educación. Es que tengan la capacidad de tomar las mejores decisiones por sí mismas y para sí mismas. Incluso las mujeres que ganan sus propios sueldos no los administran para ellas, en función de sus decisiones”, resume una de las representantes de Unicef.
Pakistán, que reúne gran parte de los indicadores de infradesarrollo que alarma a Naciones Unidas, es el segundo país del mundo con más niños sin acceso a la educación primaria; de los cinco millones de cinco a 10 años que están sin escolarizar, más del 60% son niñas, fruto de la discriminación que persiste en todas las esferas y, singularmente, entre las clases más desfavorecidas.
Reina el bullicio en el aula que Ishrat ha improvisado en la entrada de su humildísima vivienda para dar clase al grupo de críos que cantan y repasan la lección con alegría ingenua frente a la adversidad que les rodea. Pakistán ha desplegado un modelo de educación “no formal” con el que trata de combatir el absentismo escolar en sus áreas más degradadas y la marcha de los menores que empiezan a trabajar muy pronto; ellas, limpiando casas o ayudando a sus madres a hacerlo.
La de Ishrat es una experiencia singular. A sus 24 años, sin marido ni hijos, ha convertido su vivienda en un colegio que arrancó con ocho huérfanos. El Gobierno le facilita libros y un sueldo mínimo. Ella es el ejemplo de que es posible construirse una vida a nada que se den las oportunidades para formarse y progresar. Por eso pelea para convencer a la familias del valor de la educación, de que sus hijos no tienen por qué sacrificarla cuando se ven obligados a trabajar. El esfuerzo de Ishra actúa como correa de transmisión en la que también participa Jannat Shamim, en otra escuela no formal en un barrio de Lahore
Aunque suene desconcertante, Jannat Shamim ejerce la filantropía a sus 66 años. También hay mujeres así en Pakistán. Mujeres de lo que aquí se considera clase media, con recursos económicos como para ayudar a los suyos; a las suyas. En el aula donde conviven alumnos y alumnas acechados por la penuria y la exclusión, es posible trazar un árbol generacional de las pakistaníes entre esa benefactora sexagenaria; una madre de 45 años con siete hijos que está aprendiendo a leer y escribir porque alberga la esperanza de hacerse maestra y que cubre su rostro para que no la contemplen los hombres hoy de visita; y Hadija, una adolescente de 16 años que aspira a ser doctora, mientras trata de compatibilizar su trabajo en el servicio doméstico con el estudio y una visible discapacidad. “Mi madre me decía que no viniera a la escuela porque no puedo andar bien. Pero mis compañeros y la profesora cuidan de mí”, relata.
En Pakistán, las mujeres aún no son dueñas de su cuerpo, ese escalón que ayuda a labrar la conciencia de una identidad propia. Si tener la regla puede convertirse en la línea divisoria entre seguir en el dificultoso circuito educativo o abandonarlo, la inexistencia de políticas eficaces de planificación familiar constituye un lastre para ellas y para el país. Porque a los pakistaníes se les mueren los bebés –el 80% de los casos son evitables con sanidad e higiene elemental–, mientras la población no para de crecer.
Es verdad que el tabú sobre los anticonceptivos ha ido levantando velos con la modernidad que también se cuela gracias a las nuevas tecnologías. Las ladies health workers –consejeras sanitarias que prestan asistencia e información casi casa por casa– reparten pastillas contraceptivas entre los medicamentos que les suministran las autoridades sanitarias. Pero ninguna mujer confiesa abiertamente que las toma. Y aunque sobre el papel las madres hablan de educación sexual con sus hijas, en la práctica esa comunicación no fluye. “Si les preguntas, te responderán que sí lo hacen. Pero no es verdad”, precisa una cooperante, ante un grupo de madres que esperan a sus hijas escolarizadas.
Algunas apenas saben leer y escribir; otras dejan de estudiar y trabajar cuando se casan y empiezan a tener hijos. Las pakistaníes, sobre todo las que están en situación más vulnerable, hablan poco y con retraimiento, aunque conservan la capacidad de sonreír; de hacer confidencias, incluso, cuando las visitantes ya no les parecen tan ajenas e invasivas. Y dejan frases descorazonadoras. “Para cocinar no hace falta estudiar”, es el crudo resumen de su vida sin expectativas propias. “El Gobierno debería ser más responsable con la educación de las niñas. Porque si una niña es educada, ella enseñará lo aprendido al resto de la comunidad. Lo que no hacen los niños”. No lo dice una mujer, lo dice un hombre. Un integrante de un consejo escolar que, eso sí, prefiere que su hija se dedique a la enseñanza porque trabajará “en un entorno de mujeres y más seguro”.
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HORÓSCOPO
Como signo de Fuego, los Sagitario son honestos, optimistas, ingeniosos, independientes y muy avetureros. Disfrutan al máximo de los viajes y de la vida al aire libre. Son deportistas por naturaleza y no les falla nunca la energía. Aunque a veces llevan su autonomía demasiado lejos y acaban resultando incosistentes, incrontrolables y un poco egoístas.