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La sexualidad femenina en 5 actos

De la sociedad victoriana, que sancionaba y reprimía los pla ceres, al imperativo del gozo y la tecnificación del orgasmo que prescinde del otro, Valérie Tasso traza un arco temporal que se atreve a imaginar el futuro con las pistas del presente.

La vida de Adele es una de las películas que mejor habla sobre la sexualidad femenina actual. / d.r.

Valérie Tasso
VALÉRIE TASSO

Viajemos a principios del siglo XIX. La revolución industrial está alcanzando su apogeo, la medicina clínica comienza a dar sus primeros pasos y Reino Unido es la potencia dominante. Y, como tal, impone –e irradia– un particular y severo sistema moralista de origen puritano que prima el trabajo, el ahorro, la observación de las normas sociales establecidas y la cristiana contención. Y que, en la misma medida y con el mismo ahínco, reprime y sanciona los placeres. Esta filosofía, que impera en todo occidente, recibe el nombre de periodo victoriano (en referencia a la muy británica Reina Victoria I). El paradigma sexual que alcanza su cénit en estos momentos, ya antiguo, es lo que en sexología se conoce con el nombre de “ locus genitalis” y que, básicamente, consiste en entender el hecho sexual humano como algo simplemente reproductivo. Nada fuera de esa función merece ser considerado. En ese momento, las mujeres somos, como lo describió Saramago, “un simple vaso de recibir”; nada se sabe de nuestra anatomía sexual más allá de lo estrictamente necesario (y torpemente conocido), sobre cómo quedarse embarazada y cómo parir. Procedimientos. La mujer ni desea como sujeto libidinal ni tiene más destino que engendrar y ser el ejemplo virtuoso e inmaculado que preserva el modelo (ese es su único deseo).

El paradigma epistemológico y de conducta en la era victoriana es la represión. Todo lo que se salga de las funciones que tenemos asignadas es ocultado, reprimido y severamente castigado. Las patas de las mesas deben ser cubiertas con manteles para que no veamos en ellas referencias fálicas, para evitarnos la tentación, para prevenir un mal que dicen los médicos que asola a las mujeres de la época: la histeria. La histeria (del griego “hystera”, útero) nace del concepto clásico que afirma que el útero es un animal con dos extremidades (dos bocas), capaz de moverse por el organismo. Si no es alimentado con la función de concebir (la única que lo sacia), la boca inferior, unida a la vagina, se desplaza hacia arriba devorándolo todo (los pulmones, el corazón, la garganta y finalmente el cerebro) . La única solución cuando el mal se activa (y la mujer se excita) es que un médico o una comadrona le procuren, estimulándola con un artilugio que simula la penetración (el llamado después, por esa misma función, consolador), el “paroxismo histérico” (orgasmo).

Desgraciadamente, la terapia no siempre funciona; no todas las mujeres sienten placer en una camilla, frente a un hombre con bata blanca que le introduce mecánicamente algo en la vagina (del clítoris, los caballeros todavía no tienen noticia).

Gozar es, para las mujeres, en el siglo XIX sinónimo de pecado. Está prohibido. Cuando se produce el coito (única práctica amatoria permitida), se padece, se cierran los ojos y se piensa en Inglaterra. Y esto en líneas generales, porque la época victoriana es también la de las sufragistas, la primera ola del feminismo, el enfoque psicoanalítico de Freud, los fundamentos sexológicos de Hirschfeld y Havelock Ellis, los primeros estudios anatómicos y hormonales... El nuevo paradigma sexual se empezó a gestar entonces.

Simone de Beauvoir y las mujeres de mayo del 68 reivindicaron una identidad femenina no imitativa. / d.r.

Saltemos de siglo. Estamos ahora entre un concierto a finales de los años 60 y el día de hoy, frente a un ordenador, a finales de la primera década del siglo XXI. Los paradigmas de la represión puritana empiezan a desarticularse, los sistemas de control inician su mutación y el pecado se convierte en patología y, después, en particularidad. La década larga que va de mediados de los 60 a finales de los 70 reivindica el cuerpo y el deseo –incluidos los femeninos– y cuestiona el orden social. Las prácticas eróticas empiezan a asumir la diversidad y se inician las identidades de género (John Money y De Beauvoir lo anunciaron). Además, lo femenino reclama su lugar y su construcción independiente, sin copiar modelos masculinos ni depender de ellos: estamos ante la segunda y tercera ola del feminismo. Aparece la píldora anticonceptiva que da autonomía a la mujer como sujeto de la concepción; nuestra sexualidad femenina ya no tiene trabas en su despliegue. La sexología, especialmente con Masters & Johnson, empieza a medir y dar cuerpo a la respuesta sexual humana…

Y, a principios de los años 80, sucede algo: una reacción puritana que, fundamentalmente en los países anglosajones, EE.UU. y Reino Unido, se enciende de la mano de una ideología que quiere liberalizar lo económico y restringir todo lo demás. Le acompaña, además, un terrible jinete del apocalipsis asociado a nuestra condición sexuada: el sida, la mayor pandemia que ha conocido la humanidad en tiempos modernos. Sin embargo, los pasos que ya se habían dado no tienen vuelta atrás. No se pueden ni negar ni reprimir, solo canalizar, controlar... y redefinir los mandatos morales en algo que no impone nadie, pero que asumimos y proyectamos todos. Y en esas estábamos cuando internet se convierte en dispositivo y causa de la globalización. Y, repentinamente, convierte el mundo en otra cosa: en algo flexible, inmediato, homogeneizado, transparente, virtual y avasallador. En él, todo se encuentra al alcance de la mano, nada exige demasiado esfuerzo, los contactos sustituyen a los vínculos y los “likes” a las caricias, la información y los requisitos de actualidad son ingentes, el amor se “gestiona” (desde una app, por ejemplo), todo se consume y casi nada se digiere y todo es tan novedoso que, de puro viejo, apesta.

Tinder perfila un algoritmo que deja margen para favorecer que hombres de más edad contacten con mujeres jóvenes, menos pudientes y con menos estudios”.

Judith Duportail

Ese “nuevo mundo” requiere un nuevo sujeto, personas construidas de otra manera, con otro código ético, otros oficios... y otras sexualidades. Es el cambio del modelo represivo al imperativo de gozo. Si queremos ocultar algo, no es por represión sino por sobreexposición; lo que antes era pecado, ahora se puede (imperativamente) consumir. A las mujeres, sometidas a ese patrón de rendimiento y de gozo perpetuo, se nos explica (¿se nos exige?) la multiorgasmia, las mil y una maneras de obtener un orgasmo y la eyaculación femenina. Se obtiene (por fin, en 1998) una imagen tomográfica del clítoris y al fin lo vemos. Se nos habla de las relaciones tóxicas, de la innata violencia patriarcal; la pornografía se convierte en guía omnipresente y enemigo, se nos inunda de productos para nuestro orgasmo y nuestra sexualidad. Se nos “libera” (en la puerta de unos grandes almacenes). Y dos hechos, que no parecen significativos, apuntan al relato del futuro: la tecnología y la identidad de género.

Mañana (preludio de un futuro cada vez más cercano), frente a la pantalla que lo envuelve todo, las tecnologías convergentes (proceso de datos, inteligencia artificial y robotización) nos transforman. Somos más bellas, más longevas y morimos en el cuerpo joven de un cerebro experimentado. Logramos lo deseado antes incluso de desear, la sensorialidad ya no depende solo de la corporeidad (basta un estímulo virtual en un centro neurálgico), la duración de los orgasmos se controla con una interferencia en los procesos neurofisiológicos, tenemos androides amantes que sudan, dilatan las pupilas, incrementan el ritmo cardiaco y saben, mejor que nosotras incluso, lo que nos gusta en cada momento.

El clítoris tiene 8.000 terminaciones nerviosas, el doble que el pene. Su única función es el placer. / Ilustración de María Hesse.

El yo se expande, pierde sentido, y entra en una sincronización orgásmica con nuestros contactos en redes sociales. Construimos nuestra identidad sexual cada día a la carta, desde que el ADN pasó a ser un simple texto modificable. En “este futuro”, las viejas categorías represoras de las eróticas hetero u homosexuales han perdido sentido; hoy interactuamos sexualmente con lo que queremos, como queremos, sin que por ello se nos pueda categorizar. Cualquier pensamiento negativo será borrado antes de existir. No habrá confusión en el lenguaje, pues la comunicación entre humanos, las pocas veces que se produzca, será directa, de estímulo a estímulo. Y por tanto, desaparecerían la disfunción eréctil, la anorgasmia o el deseo hipoactivo.

El 98% de las compras de robots sexuales proceden de hombres.

En la sexualidad hipertecnificada, es posible que incluso desaparezcan las dificultades de pareja: de hecho, ya no nos emparejaremos, salvo virtualmente, pues surgirán nuevas formas no comprometidas de asociarse. Nuestra primera vez podría estar programada por un algoritmo, que nos avisará sobre cuándo llega el momento. Cuando comiencen las vacaciones, podremos comprar un vale para 50 orgasmos con un amante A9000 con 63 escenarios distintos, y sin tener que salir del apartamento: bastará con la interfaz cerebral. El “otro” dejará de ser una amenaza, un engorro, un problema, sencillamente porque dejará de existir. Y posiblemente, lo que más nos costará comprender es que todavía existan algunas personas que quieran mojarse cuando llueve, envejecer y mirar a los otros a los ojos mientras les estimulan los genitales (como hacen, por cierto, los chimpancés…). Y eso nos lo repetirán una y otra vez.

19 de febrero-20 de marzo

Piscis

Como elemento de Agua, los Piscis son soñadores, sensibles y muy empáticos. La amistad con ellos es siempre una conexión profunda que dura toda la vida... Si puedes soportar su carácter pesimista y su tendencia a guardar secretos y a ver siempre el lado negativo de las cosas. Ver más

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