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“El hambre te vuelve loca. Yo me acuerdo”

45 años después de su publicación se recupera Ítaca, un hito en la poesía española contemporánea. Autodidacta, irónica y sentimental (a su manera), Aguirre defiende su verdad y conserva intacta la memoria de un tiempo de miseria.

Paca Aguirre. / juan millás

Isabel Navarro
ISABEL NAVARRO

"Cualquiera se puede morir, pero morir a solas es más largo". Lo escribe Paca Aguirre en Ítaca, ese título crucial en la poesía española (que ahora reeditan Tigres de Papel y la Asociación Genialogías). Era el año 1971, y la eterna compañera de Félix Grande le decía al mundo: "Yo también soy poeta". Paca tenía entonces 40 años, era su primer libro y ganó el premio Leopoldo Panero hablando de lo que mejor conocía: la vida de puertas adentro, cuando Ulises se aventura hacia el Mediterráneo y Penélope se queda al otro lado de la ventana (o del pasillo), esperando su regreso. La mujer que vive en Ítaca mira hacia el horizonte "con la avidez del fugitivo"; y hace un trabajo "puntual, minucioso y siempre inútil". Hasta que el otro regresa, pero no es el mismo: "(...) A mi mesa se sientan Circe con sus sirenas, Nausicaa con su juventud./ (...) Ha vuelto, no sabe bien a qué. / Sospecha de la calma como si tuviera un virus".

Ahora Paca tiene 86 lúcidos años y sigue, como entonces, anclada a la tierra, y antes de hablar de literatura, me cuenta el secreto de su tortilla de patatas. Da la sensación de que se siente más orgullosa de su receta que del Premio Nacional que recibió en 2011 por Historia de una anatomía. Su hija Lupe, también poeta, la recuerda dormida de pie, con la rasera en la mano, apoyada en la biblioteca del pasillo, mientras en el salón escritores como Cortázar, Onetti, José Hierro o Quiñones ejercían junto a Félix Grande el humo, la lírica y la política hasta la madrugada. "Aquí siempre se durmió poco".

En sus respuestas, Paca salpica sus recuerdos de voces ajenas, que interpreta, a veces, con el timbre impostado de una actriz de radioteatro. Nació en Alicante, en 1930, pero la mayor parte de su vida ha transcurrido en este mismo piso de Chamberí, que alquiló su abuela al final de la guerra y fue el triste escenario de un hambre atroz. Hoy Paca lleva un collar de perlas falsas y, a su edad, tiene el mismo pelo rizado, negro y vivo de su infancia, por el que la llamaban Kiki. Dice que nunca se ha teñido, y algo de la niña se le ha quedado en el pelo, en el humor y en las paredes, donde los cuadros de su padre, Lorenzo Aguirre, la conservan a sus ocho años, vestida de japonesa y con los ojos rasgados.

  • Mujerhoy ¿Por qué escribió Ítaca? ¿Desde dónde? Paca Aguirre La respuesta está en el propio libro. Yo me pasé la vida aguantando a Félix, y Félix se pasó la vida aguantándome a mí. Porque la convivencia entre dos personas que tienen una cabeza que funciona y que piensa -que piensa, incluso, cuando no quiere pensar- siempre tiene un precio. En el libro, yo quería demostrar que las cosas que le pasaban a Penélope eran, seguramente, muy parecidas a las que le pasaban a Ulises. Por eso Ítaca termina diciendo: "Soy para él peor que una traición, soy tan inexplicable como él mismo", porque los seres humanos somos inexplicables los unos para los otros y Félix y yo nunca nos mentimos.

  • Mujerhoy ¿A su marido le gustó el libro? ¿Le sorprendió? Paca Aguirre Le gustó y le sorprendió muchísimo. Yo escribí Ítaca sin pedir permiso a nadie. Y al primero a quien se lo enseñé fue a él. Y ya sé que es... ¿Cómo decirlo? Durito... pero soy incapaz de mentir, sobre todo en poesía. Yo siempre hablo de lo que he vivido.

  • M. El libro tiene impregnado un sentimiento de derrota... P. A. De derrota no, de soledad sí. Penélope no fue nunca una derrotada. Penélope esperó por algo, pero cuando Ulises regresó y se explicaron, la relación quedó en lo que quedó. "Si tenemos que vivir, vivamos con lo que hay, pero no me vendas otra cosa". [Le dice a un interlocutor invisible].

  • M. ¿La soledad es algo inherente al ser humano? P. A. Para mí, sí; y eso es algo que aprendí muy pronto. [Baja la voz con dramatismo...]. Las primeras noticias de la soledad las tuvimos mis hermanas y yo en Valencia, y luego en Barcelona, bajo las bombas. El remate fue cuando estábamos en Francia, esperando para coger un barco que nos llevara a América. Vivíamos en un hotel. [Traza una especie de plano con los objetos de la mesa: el azucarero, la taza, el plato...]. Venían los aviones alemanes y bombardeaban el puerto y luego la estación. Estábamos acorralados. Íbamos por las habitaciones a gatas y mi madre decidió hacer las maletas: "Si nos quedamos nos matan". Pero a mi padre ese regreso le costó la vida. Nadie se explica por qué. Seguramente acabó en el garrote vil porque, como me dijo una vez Luis Rosales, la envidia mata más que el odio.

"Mis hermanas y yo juntábamos monedas como tres urracas para poder alquilar libros".

  • M. Trabajó como secretaria de Luis Rosales durante décadas. ¿Podía hablar libremente con él de política y de represión franquista, a pesar de que era un poeta del régimen? P. A. No, Rosales nunca fue un poeta del régimen. Era un poeta al que alguna gente del régimen respetaba. Era un católico, eso sí, un hombre que creía en Dios y era monárquico. Pero con él no había tabúes. Yo hablé con Luis Rosales de todo y de todos. De hecho, Rosales era un feroz antipolítico y siempre solía decir que había algo pegajoso y muy turbio en el poder. Sentía una enorme tristeza. Y ayudó en todo lo que pudo a los escritores sudamericanos que venían perdidos y descompuestos, huyendo de las dictaduras. Juan Carlos Onetti fue íntimo amigo suyo. De hecho, todos los que venían huyendo de las dictaduras latinoamericanas, antes o después, pasaban por el entonces Instituto de Cultura Hispánica; allí se hacían tertulias, se buscaban becas, trabajos... Todos pasaban por el despacho de Luis Rosales, por la Biblioteca Hispánica, por Cuadernos Hispanoamericanos [donde Félix Grande era redactor jefe]... y muchos terminaban comiendo tortilla de patata en mi casa. La relación con Latinoamérica fue importantísima para nosotros.

  • M. La supervivencia y, en especial, el tema del hambre, ha sido crucial en su literatura. P. A. Sí, porque una cosa es comer poco y otra el hambre. Y el hambre no se te olvida nunca. Me acuerdo un día, en esta habitación, que mi tío Pepe y yo estábamos tirados en el suelo, los dos preguntándonos el uno al otro: "Y tú, ¿qué te comerías?". Y él me decía: "Mira, Kiki, yo me comería un pollito, un pollo pequeñito pero muy fritito. Y tú Kiki, ¿qué te comerías?". "Yo muchos huevos fritos con patatas fritas, muchas patatitas"... Delirábamos y venía mi abuela con unas jarritas llenas de agua y nos decía: "Vosotros hablad lo que queráis, pero a cada ratito bebéis un poco de agua, que ya veréis como así se os va pasando el hambre". Y era verdad.

  • M. Paca, ¿qué hace el hambre en la cabeza? P. A. Te vuelve loca. La gente cuando habla de malas épocas yo no sé de qué hablan, pero yo de lo que hablo es del hambre. Te juro que fue un tiempo muy malo y la cosa se puso tan fiera que mi madre nos acabó llevando a un colegio para hijas de presos políticos, porque en esta casa no había nada que echarse a la boca. Nadie tenía dinero, pero es que ni con dinero se podía comer, porque tampoco había víveres y en las aceras no crecía nada. Félix, que venía de cultura campesina y de pobreza más ancestral, al vivir en un pueblo siempre tuvo algún hierbajo o gallinas... Pero es que Madrid, en 1940, era una ciudad de más de un millón de cadáveres, como escribió Dámaso Alonso en Hijos de la ira. A la gente se le notaban los huesos de la cara.

"Félix [Grande] y yo nunca nos mentimos. La convivencia siempre tiene un precio".

  • M. Tengo la sensación de que ningún escritor en este país ha contado el hambre en primera persona y de manera tan cruda como usted. ¿Es consciente? P. A. Es que yo lo he contado porque lo he vivido. He visto a gente en las escaleras del metro que pasaba del sueño a la muerte. Hombres apoyados en la pared para buscar el calor, famélicos, que se iban escurriendo poco a poco y amanecían muertos. Nunca se me olvidará un día que diluvió y mi madre me mandó a Cuatro Caminos para que consiguiera una barra de pan de estraperlo. Era una cría. Llevaba unos zapatos gigantes que eran del tío Pepe y me habían metido dentro unos calcetines enrollados para que no se me salieran. Me pusieron un pañuelito atado a la cabeza y luego, por encima, un trocito de hule como de casco para que no me mojara demasiado, y de esa guisa me fui yo a por el pan. La barra la encontré con Dios y ayuda, pero de repente me crucé con una niña que conocía del colegio y que iba con sus padres debajo de un paragüitas, todos muy finos y muy elegantes, muy bien vestidos. Yo debía de ser una cosa rarísima de mirar. ¡Ay!

  • M. ¿Todavía le avergüenza aquel momento? P. A. Sí, la verdad es que todavía me muero de vergüenza. [Risas]. Me acuerdo perfectamente de la cara de aquellos tres diciéndome: "Adiós, Paquita". Me volví a mi casa llorando, descompuesta, con la barra escondida para que no se me mojara. Dejé de querer ir al colegio para no encontrarme con aquella niña.

Con su marido Félix Grande en 1970, cuando ella escribría 'Ítaca'. / d. r.

  • M. Apenas pudo ir a la escuela. ¿Cuándo empezó a crecer intelectualmente? P. A. En la época de la tertulia del Gijón. Pero la lectura empezó a ser una parte muy importante de mi vida desde adolescente, gracias a la Tienda Verde de la calle Ponzano, donde un señor alquilaba libros muy baratos. Mis hermanas y yo juntábamos moneditas como tres urracas para poder traernos los libros a casa. Lo único que habíamos hecho hasta entonces era jugar con el Diccionario Espasa Abreviado. Allí buscábamos "tomate", "pelona"... La Tienda Verde fue para mí como el descubrimiento de América. ¿Qué estoy diciendo? El descubrimiento de América fue una filfa comparado con el de la Tienda Verde. [Risas]. ¡Qué descubrimiento ese el de que los libros podían hablar! Porque los libros te hablan y vamos, ¡las cosas que te dicen! En este antro, mi abuela, mi madre, mis hermanas y yo hemos leído hasta caernos. Leer era nuestra libertad.

  • M. ¿La Tienda Verde fue después de los orfelinatos? P. A. Sí, allí no teníamos tiempo de leer ni de nada. Lo único que hacíamos era lavar y planchar; y mi hermana Susi, repasar y coser manteles.

  • M. ¿Cuánto tiempo estuvieron allí? P. A. Algo menos de un año, ¡pero se nos hizo eterno! En casa pasábamos hambre, pero allí teníamos las manos desolladas de tanto trabajar. Así que, al final, mi abuela se fue y habló con las monjas del Sagrado Corazón de Jesús para que nos ayudasen. Aquellas monjas no olvidaban que mi abuela les había echado una mano en el fragor de la guerra. Así que nos pagaron un colegio a mis hermanas y a mí donde nos enseñaron lo básico. Luego en una academia aprendimos ortografía y taquigrafía, y gracias a eso pudimos ser secretarias y comer.

  • M. Tenía prisa en hacerse mayor para poder trabajar. P. A. Sí, solo teníamos una ilusión: crecer para conseguir un trabajo, traer comida a casa y llevar a mi madre al cine... La primera vez que fuimos al cine, la abuela casi se nos muere de un ataque de risa. No podía parar y mamá y yo dándole en la espalda: "¡Abuela, respira, respira!". [Risas]. Cantinflas casi nos la mata.

Regreso a Ítaca

Tras años descatalogado, Ítaca vuelve gracias a Genialogías, una asociación de más de 40 poetas de toda España que tiene vocación de ahondar en las causas de la marginalidad del discurso femenino y trabaja en el rescate de voces olvidadas. Publicado por la editorial Tigres de Papel, es posible encontrarlo en www.tigresdepapel.es. / d. r.

  • M. ¿El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, supuso algún tipo de ruptura o impacto para usted y para las mujeres de su alrededor? P. A. Más que el libro, lo que me impactaron fueron sus memorias, donde se contaban los entresijos de la relación de Sartre y le retrataba de una manera muy cruel. Ella era una mujer muy interesante, pero de cualquier manera nos dábamos cuenta de que eran unos superdotados con mucho dinero y nosotros unos intelectuales sin un duro que nos veíamos obligados a hacer milagros para comprar un libro de Dostoievski. Ahora está todo ahí, a mano, en internet o donde sea, pero entonces estaba todo volando y había que conquistarlo. Leímos a la vez a Sartre y a Camus, pero la emoción más fuerte fue con Camus, porque tenía una manera de escribir que te dejaba temblando. En Sartre funcionaba mucho la cabeza. También nos interesó, pero era otra cosa.

  • M. ¿Cuándo fue a París por primera vez? P. A. No he ido nunca a París de adulta. Durante muchos años, fue el sueño dorado... pero yo no pude, entre otras cosas, por falta de dinero. Solo recuerdo el París de mi infancia.

"Mi casa siempre estaba llena de gente, así que he escrito mucho en la calle y en los bares".

  • M. Pero sí que habrá viajado fuera de España, ¿no? P. A. Sí, he estado en Italia... A Sarajevo fui a un festival que organizaba la Casa della Poesia de Salerno. Hace muchos años fui a Brasil para ver a Rosa Chacel y luego a Argentina, con Félix... pero él era el que más viajaba.

  • M. ¿Cómo fue su relación con la escritora Rosa Chacel? P. A. He conocido poca gente tan independiente como ella. Desde que su madre la trajo al mundo, tuvo sus leyes marcadas. Le escribí para decirle lo mucho que me había gustado Memorias de Leticia Valle y empezamos a cartearnos. Rosa estuvo muchos años en Brasil y se volvió sin hablar ni una palabra de portugués. Tenía unas vistas maravillosas desde su casa y me acuerdo que pensé: "Esto es exactamente lo que a ti te gusta: maravilloso y lejos". Era muy inteligente, pero tenía una rebaba... Hice un recital de poesía en Madrid y cuando terminé, la gente estaba aplaudiendo y, de repente, oigo la voz de Rosa Chacel, que me grita desde el fondo con su voz grave: "¡Paca, te estás ablandando...!". Así era ella. [Risas].

  • M. ¿Todavía dice aquello de "que planche Rosa Luxemburgo", como en su libro de cuentos? P. A. [Risas]. Es que en esa época yo estaba más que harta de que esta casa estuviera llena de gente, todos y todas muy liberados, todos con ese segundo sexo debajo del brazo. Y yo trabajando todo el día, trasnochando hasta las tantas y cocinando y poniendo vino para todo quisque. Y claro, hubo un momento en que tenía tanta saturación que me dije: "¿Qué hago aquí todo el día de cocinera de estos y estas brujas del averno? [Risas] ¡Qué planche Rosa Luxemburgo, porque yo me voy a mi calle!". Porque yo he escrito mucho en la calle, caminando, en los bares.

  • M. En Ítaca, acaba diciéndose a sí misma: "Esos que llamas otros son tu historia / divídete a ti misma y perderás. / ¿Quién cuidará de ti cuando se te resbale el nombre que te oculta? / Francisca Aguirre, acompáñate". P. A. Es que, como tú muy bien sabes, vivir es una de las cosas más complicadas que hay en este mundo. Y si no eres tonta, pues todavía más. Eso es algo que escribí, que me dije a mí misma y que también le he dicho a otras muchas mujeres que estaban sufriendo. "Déjale a tu tristeza el lugar que le corresponde". Y acompáñate a ti misma. ¿Quién si no?

*Artículo originalmente publicado en el número 965 de mujerhoy.

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