mediocres al poder

Analizamos la 'mediocracia': por qué los incompetentes dominan el mundo

Están por todas partes: en el despacho más influyente del planeta y en el más gris e insustancial. Los incompetentes nos rodean. Eso, en el mejor de los casos. En el peor, nosotros también somos uno de ellos.

El triunfo de la mediocridad Ilustración: Gonzalo Muiño.
Analizamos la 'mediocracia': por qué los incompetentes dominan el mundo
Ixone Díaz Landaluce
Ixone Díaz Landaluce

«De calidad media, tirando a mala». Así define la Real Academia Española lo mediocre y al mediocre. La paradoja es que, pese a su afán por no alcanzar la excelencia en nada de lo que hacen, los mediocres se las han apañado para dominar el mundo. Desde las altas esferas políticas hasta las pequeñas empresas. Pero también en la intimidad de las casas y en las distancias cortas de las relaciones personales.

Pregúntele a cualquiera: al experto en geopolítica y al panadero de debajo de su casa. Más que una sensación, es una tendencia. «No es solo que haya gente mediocre, es que estamos sumidos en una auténtica cultura de la mediocridad. De hecho, se tiende a protegerlos cuando, además, pueden tener un impacto grande en la vida y la salud mental de los demás», explica Albert Domènech, periodista y autor del libro Cómo librarte de los mediocres que quieren joderte la vida (La Esfera de los Libros).

Y es que los mediocres, argumenta Domènech, no son tan inofensivos como se podría pensar. Más bien todo lo contrario: hablamos de personas tóxicas que, en función del poder que hayan logrado acumular, pueden resultar realmente dañinas para su entorno. Incluso peligrosas. Desde el desgaste emocional que provoca un jefe incompetente al que, pese a todo, hay que respetar al conflicto internacional o la guerra comercial que puede desatar un mandatario de «mala calidad».

No hay un retrato robot, pero sí algunos rasgos comunes. «Suelen ser muy impostores y tener caras muy diferentes. Lo que quieren, sobre todo, es que les hagas caso. Pero cuanto más se lo haces y más entras en conflicto con ellos, más grandes se hacen ellos y más pequeño te haces tú», ilustra el autor. En su análisis de la «mediocracia», Domènech identifica hasta 15 tipos de mediocres en función de su peligrosidad.

La cultura de la mediocridad

En la cima están los «Hannibal Lecter» de la vida. «Son personas con claros rasgos psicopáticos, narcisistas y manipuladores que, con su poder de seducción y manipulación, te apartan de tu círculo íntimo y pueden llegar a anularte como persona», cuenta el escritor. Los más abundantes, sin embargo, son «los ofendiditos». «Un día se enfadan por una cosa y al siguiente, por la contraria. Tienen cero capacidad crítica y responsabilizan a los demás de sus propias miserias. El anonimato y las redes sociales les han potenciado. Confunden claramente la libertad de expresión con la mala educación».

También hay tipos más inocuos que otros. Está «el ilusionista» («son personas que aparecen y desaparecen, pero que no tienen un impacto real en tu vida») y «el Houdini», que es su versión aumentada y mejorada. «Una cosa es desaparecer y otra aparecer después para querer llevarse todo el mérito. Esto se ve mucho en el ámbito laboral: cuando ya está todo hecho, curiosamente aparecen y, encima, quieren poner su nombre y abanderar la causa».

La periodista y escritora francesa Sophie Coignard ha llevado el tema a un libro con tanto fondo y rigor como desolador es su título: La tiranía de la mediocridad. «En realidad, es un guiño al best seller del célebre profesor de filosofía política de Harvard Michael Sandel, La tiranía del mérito. Para mí, ver el mérito como una forma de tiranía es una perspectiva nacida del privilegio. En mi experiencia, trabajando en escuelas con dificultades de toda Francia, el mérito es el único atisbo de esperanza de muchos alumnos», explica la escritora.

Ilustración: Gonzalo Muiño.

Coignard analiza las consecuencias sociales de desterrar el mérito individual del sistema para premiar a lo que únicamente responde a esa «calidad media, tirando a mala». «No se trata tanto del triunfo de la mediocridad como del rechazo del mérito. Ahí reside el verdadero problema. Y las consecuencias son numerosas: la desmotivación de los estudiantes más comprometidos, el relativismo a todos los niveles, la devaluación del esfuerzo, la frustración de los titulados que se ven incapaces de conseguir un empleo a la altura de las promesas que les hicieron… Pasaron los primeros veinte años de su vida creyendo que todo era posible y ahora se sienten traicionados y con razón». La mediocridad, advierte también Coignard, es la puerta giratoria de la corrupción.

De la política a las redes sociales

Unos terrenos son, efectivamente, más fértiles que otros para los incompetentes de manual. «Abundan en el terreno político. Son personas más preocupadas de proteger sus siglas y sus sillas que de atender necesidades transversales y universales, como la sanidad o la educación. Y eso es de una gran mediocridad. Otro ámbito fecundo son las redes sociales: son un refugio de mediocres que se protegen tras el anonimato. Parece que cualquier persona puede decir lo que quiera y nunca pasa nada. Pero también hay mucha mediocridad en el ámbito laboral porque estamos construyendo empresas que cada vez son más competitivas e individualistas, donde parece que uno tiene que destacar por encima de los demás. Y los mediocres se mueven bien en ese tipo de objetivos», analiza Domènech.

Pero, ¿y si ser mediocre no fuera tan malo? Es más: ¿no lo somos todos un poco? ¿O un mucho? «Puedes ser un mediocre gestionando equipos y ser una bellísima persona en tu casa o con tus amigos. Comportamientos mediocres hemos tenido todos», reconoce Domènech. En efecto, la búsqueda incansable de la excelencia (ser la mejor madre, la mejor profesional, la mejor runner, la mejor amiga de tus amigas y la mejor repostera en tu inexistente tiempo libre) resulta, como bien sabemos, agotadora. A veces, sencillamente es imposible. No todo en la vida se resuelve a base de trabajo duro y sueño americano. Y eso es algo que, claramente, las nuevas generaciones ya han detectado.

Puede resultar contraintuitivo, pero aceptar la frustración o, sencillamente, conformarse está cada vez más reconocido y se ha convertido, incluso, en algo aspiracional. Sobre todo, en el terreno profesional. De ahí que, tras la pandemia, se popularizaran fenómenos como «la gran renuncia» (más de cuatro millones de americanos anunciaron su dimisión en pocos meses para, poco después, entender que tenían que seguir pagando facturas y volver mansamente a sus cubículos) o «la renuncia silenciosa», que implicaba desescalar el compromiso adquirido con la empresa de turno, esquivar el síndrome del burn-out y favorecer una vida personal más equilibrada y razonable. O, de manera más evidente todavía, los lazy girl jobs, que fueron tendencia hace un par de años cuando aspirar a trabajos con la menor carga de responsabilidad posible también se viralizó.

Es lo que llevan certificando una encuesta detrás de otra desde hace casi una década: millenials y zetas quieren trabajar menos y vivir más, jornadas y horarios más flexibles y menos ataduras y responsabilidades. Aunque eso les cueste un ascenso y su consiguiente subida de sueldo. Y es lo que subyace también a experimentos socioeconómicos como la semana de trabajo de cuatro días que muchos países quieren empezar a probar.

¿Orgullo mediocre?

La ciencia social también ha explicado el fenómeno. Avram Alpert, autor del ensayo The Good-Enough Life (La vida suficientemente buena) apoya su alegato a favor de la mediocridad en la idea de que el triunfo del individualismo tiene como peaje el sufrimiento social de la comunidad. No es el único argumento a favor: numerosos estudios desvinculan la ambición profesional, el deseo de poder o las grandes metas laborales de la felicidad y la satisfacción, pero también de la salud.

Y ni siquiera sirve para apuntalar el clasismo que todo lo impregna. Otro estudio, este publicado en el Harvard Business Review, destaca que mientras en las sociedades modernas y obsesionadas con el trabajo las personas ocupadas gozan de un mayor prestigio social, hace no más de medio siglo solo los ricos y poderosos tenían tiempo para tomárselo con calma y procrastinar.

Sin embargo, quizá no sea una falta de ambición, sino la constatación de que, tal y como funciona el sistema, no hay más opciones. «Muchas personas que valen, que tienen valores y que son profesionales se quedan en la base. Un mediocre sabe perfectamente que es más difícil que otro mediocre le quite la silla. Por eso, los mediocres se rodean de otros mediocres. En cambio, si ascienden a las personas más capaces, tienen la sensación de perder el poder o la situación de privilegio», concluye Domènech. Quizá el secreto está en dejar de hablar del triunfo de la incompetencia y reivindicar el orgullo mediocre. ¿No es este mismo reportaje de «calidad media tirando a mala»? Lo primero, como siempre y como con todo, es reconocerlo.

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Sagitario

Como signo de Fuego, los Sagitario son honestos, optimistas, ingeniosos, independientes y muy avetureros. Disfrutan al máximo de los viajes y de la vida al aire libre. Son deportistas por naturaleza y no les falla nunca la energía. Aunque a veces llevan su autonomía demasiado lejos y acaban resultando incosistentes, incrontrolables y un poco egoístas.