La extraña relación de Eduardo VIII y la divorciada Wallis Simpson (que nunca quiso ser reina de Inglaterra): amantes, escándalos, chantajes, inseguridad y lujo desmedido

La relación entre Eduardo VIII y Wallis Simpson siempre fue un misterio y a pesar de los rumores ella nunca quiso llegar a ser la Reina de Inglaterra.

Eduardo VII y Wallis Simpson. / getty images

Elena Castelló
ELENA CASTELLÓ

Se convirtió en el símbolo de todas las infamias. La duquesa de York -la futura Reina Madre– la llamaba «esa mujer» y Winston Churchill, más directo, «la puta». Fue en junio de 1936 cuando se produjo el seísmo. La familia real ya estaba al tanto, pero los británicos no, y adoraban a su joven y elegante Rey, recién llegado al trono. Entonces se supo que Eduardo VIII había pasado las vacaciones en un crucero por el mar Adriático acompañado de su amante norteamericana, Wallis Simpson, dos veces divorciada, y dos años mayor que él.

Llevaban ya tiempo juntos y Wallis siempre estaba a su lado, pero aquella fue la primera vez en que se dejaron fotografiar uno al lado del otro. El trauma que supuso la abdicación de Eduardo VIII y la crisis constitucional que provocó todavía hoy marcan a la familia real británica.

La reina Isabel no sería la reina que ha sido sin aquel acontecimiento que la convirtió de la noche a la mañana en la heredera de la monarquía más importante del mundo, con solo 10 años. Nunca entendió cómo podía un rey dejar de lado sus deberes y siempre culpabilizó a su tío Eduardo de que su padre muriera joven por el estrés que le causó heredar una corona para la que no estaba preparado. Sin embargo, el tiempo también ha revelado otra cosa: que la vilipendiada Wallis Simpson fue la única persona que consiguió, aunque de forma involuntaria, que un rey incapaz reconociera su falta de cualidades para ocupar el trono.

Eduardo, cuyo nombre en familia era David, había sido un niño maltratado por su niñera, y sufrió síntomas de anorexia y tics irreprimibles. A pesar de ser el mayor de sus hermanos y de la responsabilidad que recaía sobre sus hombros como príncipe heredero, Eduardo se había quedado varado en una especie de eterna adolescencia. Despreocupado, «bon vivant» y atractivo, pasó su juventud practicando deporte de forma obsesiva, bebiendo de fiesta en fiesta y manteniendo idilios con mujeres casadas.

Era perezoso , poco formado intelectualmente, caprichoso y débil. Lo primero que pidió tras su coronación fue un coche para Wallis, a la que cubría de joyas y dinero para que comprase modelos de alta costura. Él mismo, que puso de moda el famoso cuadro «príncipe de Gales», y sus inusuales corbatas rojas, era un modelo de elegancia, siempre vestido con los sastres y fracs de mejor calidad.

« No puedo cumplir mis deberes como rey como querría sin la ayuda y apoyo de la mujer que amo», afirmó ante la nación en su discurso de abdicación, el 11 de diciembre de 1936. Wallis, que había viajado a Francia, lloró al escucharlo. Pero ahora se sabe que no lo hizo porque hubiera deseado ser la reina de Inglaterra. Más bien todo lo contrario, según ha revelado el examen de sus cartas íntimas.

Frente a la imagen de mujer ambiciosa y sin escrúpulos, parece que, en realidad se sentía atrapada y nunca hubiera imaginado que las cosas llegaran tan lejos. Seguía manteniendo una relación muy cercana con su exmarido, Ernest Simpson, tras su divorcio. «No dejo de pensar en ti», le escribió, en esa época. Y, más tarde, ya convertida en Duquesa de Windsor: «No entiendo cómo dos personas que se llevaban tan bien como nosotros han terminado de esta manera».

El amor de Eduardo y la señora Simpson continúa siendo un misterio noventa años después. ¿Se querían? ¿O dependían el uno del otro? En los primeros años de su idilio con Eduardo, todavía casada, Wallis mantuvo un «affaire» con Guy Marcus Trundle, un ingeniero británico. Ser la amante del rey era un honor que duraría unos años, imaginaba ella, y mientras tanto la vida seguía. De hecho, no está claro que quisiera dejar a su segundo marido, con el que mantenía una cómoda relación abierta.

Sin embargo, Eduardo, atraído por su fuerte personalidad y su manera «americana» de recordarle que, aun siendo rey, no podía conseguirlo todo, empezó a escribirle decenas de cartas al día y a chantajearla emocionalmente, llegando a amenazar con suicidarse si ella le abandonaba. Wallis cedió. Nunca recibió el tratamiento de Alteza Real, pero, con el tiempo, se hizo evidente que los privilegios de ser la esposa de un Duque de Inglaterra eran muchos, aunque entre ellos no figurara exactamente el verdadero amor.

Su vida sexual sigue siendo fuente de conjeturas. Se rumoreó que Wallis era una experta en prácticas sexuales muy «efectivas» que había aprendido en burdeles de China. También se ha llegado a decir que Wallis era hermafrodita. Ella llegó a comentar en público que Eduardo era impotente y que ella nunca «había tenido relaciones sexuales tradicionales con ninguno de sus maridos». En los primeros años de casados, se dejaban acompañar constantemente por un joven millonario bisexual, heredero de los Woolworth, Jimmy Donahue.

Los comentarios arreciaron, pero Eduardo y Wallis ya se habían convertido en los reyes de la «café society», y todo el mundo los quería en su fiesta, de Nueva York a Saint Moritz y de Montecarlo a Palm Springs. Su rutina era desayunar, vestirse y acicalarse para salir a almorzar o jugar al golf, y luego engalanarse de nuevo para la cena.

Ella era la mejor vestida, delgada como un palillo, y con las joyas más esplendorosas, y él creó el «estilo Windsor» con sus mezclas de cachemir y lana escocesa. Viajaban, compraban joyas y coches, fumaban y bebían, y mimaban a sus perros. El tiempo pasó y su vida era exactamente igual que décadas atrás: lujo, adulación, todo el tiempo del mundo para ningún propósito.

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