Una monarca poderosa
Una monarca poderosa
El 12 de agosto de 2023, Sirikit, la reina más longeva de Tailandia, cumplió 92 años oculta y rodeada de cuidados, supuestamente, en el palacio de Veves en Bangkok. Las escasas fotos recientes de la madre del polémico rey tailandés, Rama X, poco hacen pensar que esa anciana frágil rodeada de cojines ha sido, desde 1950, la mujer más poderosa del ex reino de Siam.
Pero así ha sido desde que llegó a la corte: durante décadas la reina Sirikit acumuló un ascendiente sin precedentes sobre su marido, el rey Bhumibol, al mismo tiempo que cultivaba una imagen occidentalizada a golpe de talonario que le dio un nuevo giro al concepto de lujo asiático. En los años de su apogeo, si la «reina más bella del mundo» se batía en duelo de estilo con la princesa Grace de Mónaco o Jackie Onassis, las vencía sin pestañear.
Hija de un príncipe tailandés de una dinastía distinta a la reinante y reconvertido en diplomático, Sirikit nació en 1932 y se crió a caballo entre Asia y Europa. Su destino quedó sellado cuando en Suiza conoció antes de cumplir 18 años al rey Bhumibol de Tailandia, ese monarca extraño, nacido en Estados Unidos, que preferiría completar sus estudios en Suiza antes que pisar territorio tailandés para asumir su cargo y ser coronado.
Protagonizando la primera de las grandes carambolas de la vida de Sirikit, la princesa que definió a la BBC aquel primer encuentro con el rey como «odio a primera vista» (porque el monarca no sólo llegó tres horas tarde a la cita sino que la obligó a pasarse otras tantas haciéndole reverencias) acabaría convertida en su única esposa en 1950, en una boda por todo lo alto en el palacio Sra Phatum de Bangkok.
Apenas una semana después de aquella ceremonia consiguió que la reconocieran como la única consorte real: adiós a la corte de 35 mujeres y ochenta hijos del rey de Siam. Tiempo después sería nombrada Phra Nang Chao Borom Rajini Nart, algo así como la «Reina Reinante Completa». Y no había hecho más que empezar.
Todo sea dicho, no solo de belleza se valía Sirikit desde los comienzos de su matrimonio para conseguir, poco a poco, acaparar mayor atención y estatus: el propio rey, que prefería fotografiarla a discutir con ella, se lo puso muy fácil.
Cuando en 1956 el monarca se convirtió al budismo e ingresó en el sacerdocio Sirikit quedó al frente del reino como regente gobernando «la alta y baja marea» y lidiando con la inestabilidad política del país. Su buen desempeño, y que consiguiera parir cuatro herederos sin perder la figura y antes de los 26 años le valió el respeto de su pueblo y la admiración del reportero del Times que la definió como «el son de una mandolina».
Pero mientras Sirikit sonreía en recepciones oficiales europeas y americanas cargada con el encanto de sus 150 vestidos bordados en oro y confesando que el secreto de su belleza era la gimnasia sueca, la realidad es que el rey parecía más dispuesto a preparar una jam session con el clarinetista Benny Goodman que a reunirse con altos mandatarios.
«Para mi marido la orquesta de jazz es el equivalente de un harem», contestaba pícaramente la reina que le había arrebatado al rey la posibilidad de ese harem cuando se la interrogaba por las inclinaciones musicales de su marido, un rey que aguantó en el trono a pesar de los golpes militares porque nadie sabía nunca de qué lado estaba. Eso sí, cada viernes retransmitía desde palacio un programa de radio de jazz.
El discurso de Sirikit era mucho más sencillo de entender y más efectivo; siempre declaraba a los reporteros extranjeros que su pasatiempo favorito era «cuidar de mis hijos», incluyendo entre esos hijos a toda la población tailandesa.
Pero ni todas las obras de beneficencia y fundaciones creadas con su nombre, ni el que se hiciera coincidir la celebración del Día de la Madre en Tailandia con la fecha de su cumpleaños lograron frenar la caída en picado de la fama de la reina más bella.
Sus costosas operaciones de estética, su obsesión por el exceso de peso, un supuesto idilio con un coronel, el fracaso reiterado en sus intentos de enmendar a su único hijo varón y heredero (incluído su fracaso como casamentera) y un ictus que la apartó de la vida pública en 2012 marcaron ese declive.
Pero para el recuerdo siempre quedará su visita «secreta» a Mallorca. Aún recuerdan en el Hotel Son Vida de Mallorca su estancia en 1996, que apenas duró un par de días, pero sirvió para que la monarca exigiera la instalación de un piano de cola en su habitación (no en vano quiso ser pianista antes que reina) y, de paso, casi acabara con las existencias de perlas de Manacor de la isla.
Cuentas las crónicas de la época que hasta 10 juegos distintos de collares se llevó, joyas que hacía que se probara su séquito. Ese que tenía prohibido mirarla a los ojos y que aún hoy camina de rodillas en su presencia, porque quién tuvo, retuvo.