La triste historia de Barbara Hutton, la mujer más rica del mundo en los años cincuenta que se casó con Cary Grant y acabó sola y arruinada

Su belleza y elegancia llenaron las primeras páginas de las crónicas de sociedad. Su inmensa fortuna y sus matrimonios también. La heredera Barbara Hutton encarnó el prototipo de millonaria desgraciada, protagonista de múltiples matrimonios violentos y sin amor.

Barba Hutton fue la niña más rica del mundo y las más desgraciada. / Getty images

Elena Castelló
ELENA CASTELLÓ

Tenía 11 años cuando, al morir sus abuelos, la heredera norteamericana Barbara Hutton se convirtió en la niña más rica del mundo. Y también en la más triste. A los cinco había descubierto el cadáver de su madre, que se había suicidado con estricnina, en la suite del Hotel Plaza de Nueva York, donde vivía la familia. Era Edna Woolworth, la heredera de los grandes almacenes Woolworth, unos de los más prósperos de Estados Unidos. A pesar de su vida llena de caprichos, no pudo soportar las continuas infidelidades del padre de Barbara, el financiero Franklyn Hutton, y decidió cortar por lo sano. A partir de ese momento, la infancia de Barbara fue un ir y venir entre las distintas propiedades de la familia en Rhode Island, Palm Beach y Charleston. Siempre rodeada de «nannies» y gobernantas, o ingresada en exclusivos internados, donde las otras niñas se reían de ella por ser «demasiado rica» y «demasiado gordita». Cuando heredó la fortuna familiar, todo fueron guardaespaldas.

Barbara vivía en un mundo propio, alejado de cualquier realidad. En medio de la Gran Depresión su fortuna se multiplicó por dos. La celebración de su puesta de largo, en 1930, fue una de las fiestas más lujosas de la alta sociedad en varias décadas. Mil personas acudieron al hotel Ritz-Carlton de Nueva York, donde bailaron al son de cuatro orquestas y de la estrella del momento, el «chansonnier» francés Maurice Chevalier. Las botellas de champagne sumaron varios centenares. En total, 60.000 dólares, sin contar los lujosos regalos que se llevaron los asistentes como recuerdo. La locura había comenzado. Tras presentarse en sociedad, la heredera acudió, ese año, a 40 bailes y recepciones. El presupuesto para decorar su apartamento de Manhattan alcanzó el medio millón de dólares.

La joven se convirtió en la presa favorita de la prensa amarilla, que declaraba abiertamente su odio hacia ella por «derrochar». Entonces, su padre se la llevó a Londres, para alejarla de Estados Unidos. Pero el viaje se prolongó varios meses. Fueron a Paris, Biarritz, Roma, Bali e Indonesia. Y entonces, la heredera favorita de América descubrió un nuevo camino para evitar la rutina: el de los matrimonios ruinosos. En Bangkok conoció al príncipe georgiano Alexis Mdivani. Lo tenía todo salvo fortuna. La boda se celebró en París, a los seis meses, el 22 de junio de 1933. «Será muy divertido ser una princesa», dijo Barbara ante los cronistas de sociedad que, de nuevo, la denostaron. Pero, ajena a cualquier crítica, decidió celebrarlo encargando tres Rolls Royce a medida. Le regaló uno a su padre, aunque este siempre criticó el enlace.

Su generosidad no parecía tener límite: como regalo de bodas para Medvani firmó un acuerdo prenupcial de dos millones de dólares en caso de divorcio y otro cheque de un millón como donativo personal. Para la luna de miel preparó 70 maletas y baúles. Recorrieron el Lago Como y Venecia, donde Barbara compró, en el Lido, un «palazzo» del siglo XII. Después se dirigieron a China y Japón. El viaje duró un año. Pero el matrimonio con Medvani se había acabado mucho antes. Barbara celebró su 22 cumpleaños en París, en el Hotel Ritz y, a continuación, viajó a Nevada, para obtener el divorcio de su príncipe. Pero la carrera matrimonial no había hecho más que empezar.

Dos días después de divorciarse, viajó a Londres para casarse con otro noble, el conde danés Court von Hauwitz-Raventlow, esta vez ansioso por dominar su fortuna que ascendía por entonces a 42 millones de dólares. Con él tuvo su único hijo, Lance, en 1936. La maltrataba física y psicológicamente, hasta el punto de que acabó ingresada en un sanatorio. El matrimonio duró apenas dos años y, aunque Hauwitz-Raventlow hizo lo posible por incapacitarla y quitarle la custodia de su hijo, Barbara se quedó con el niño, aunque en manos de tutores.

Por entonces, ya era anoréxica, alcohólica y drogadicta Su sufrimiento empezó con su primer marido que, la misma noche de bodas, le dijo que estaba demasiado gorda, sin olvidar a sus compañeras de internado. Su obsesión por el peso ya no cesó y le provocó una infertilidad de por vida, tras el nacimiento de su primer hijo. En su equipaje almacenaba todas las pastillas posibles: para dormir, para dejar de comer, para evitar el dolor, para combatir la depresión. Pero ella aparecía en las crónicas de sociedad adornada con fantásticas joyas de diamantes, como los collares y las tiaras que habían pertenecido a María Antonieta y la emperatriz Eugenia.

Sus otros maridos fueron el príncipe ruso Igor Trubetzkoy, campeón de Ferrari, el «play boy» Porfirio Rubirosa, cuyo enlace solo duró 53 días y que mantuvo, al tiempo, una relación con la actriz Zsa Zsa Gabor, y el tenista Gottfried von Cramm. El único que la quiso y la respetó fue el actor Cary Grant, que estuvo casado con ella entre 1942 y 1945 y dejó el matrimonio con lo puesto. Su último enlace, que duró dos años, fue con Pierre Raymond Doan Vinh na Champassak, otro millonario arruinado con negocios en Indochina. Entre medias circularon por su vida decenas de amantes.

Coincidiendo con la II Guerra Mundial, vivió unos años en California, pero de nuevo inició su peregrinaje por el mundo siempre con su chófer, su guardaespaldas su secretaria personal y su doncella. Una perpetua viajera que conseguía un marido más cruel que el anterior en cada escala. Uno de los lugares que más amó fue Tánger, donde compró otro palacio, Sidi Hosni. Fue el único hogar que tuvo en su vida. Allí pasaba los veranos y daba siempre una gran fiesta a la que acudían el escritor Paul Bowles y su esposa Jane, la princesa Ruspoli o el interiorista Charles Sevigny. Era ella quien pagaba el viaje y la estancia de todos. Luego viajaba a Paris, a su apartamento del Bois de Boulogne, para pasar el otoño. Seguía en Nueva York, en el Hotel Pierre de la Quinta Avenida. El invierno lo pasaba siempre en Sumiya, en una mansión de estilo japonés que se había construido en Cuernavaca, México.

Barbara regaló el dinero a sus amigos, a sus maridos y a decenas de organizaciones caritativas. Incluso donaba joyas, automóviles y propiedades a desconocidos. Su vulnerabilidad atraía a todo tipo de aventureros. La soledad y la falta de amor marcaron toda su vida. Durante sus últimos años, se instaló en el ático del Hotel Berverly Whiltshire, en Beverly Hills. Murió en 1979, con 66 años. Pesaba 40 kilos y solo le quedaban en efectivo 3.600 dólares. La prensa la apodó «pobre niña rica», como a otra «socialité» de los cincuenta, desgraciada desde la niñez, como ella, Gloria Vanderbilt, protagonista también de múltiples divorcios.

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