consejos decoración
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Tengo que confesaros un secreto: aunque lo mío es hablar de tendencias deco, cada vez que entro en una casa «de revista», de esas que parece que acaban de ser planchadas por un estilista, siento un pequeño escalofrío. No porque no admire el esfuerzo estético que se ha puesto en ella o la belleza escultórica de cada rincón, sino porque me recuerdan a lo que nunca querría para mi casa: que no sea un hogar.
Por eso siempre hago hincapié en que no debemos seguir tendencias si no nos representan. Porque las modas pasan, pero la sensación de estar habitando un hotel permanece. Así que, si me preguntan, siempre preferiré la calidez de un espacio vivido, con su caos lleno de historias, que la frialdad de un decorado. Por muy bonito que sea.
Otro error en el que os recomiendo no caer es en lo que yo llamo el «efecto consulta del dentista», ese minimalismo extremo, esa pulcritud reflectante y ese silencio visual que promete paz y amplitud pero entrega frialdad. Y créeme, lo digo habiendo caído en esa trampa alguna vez. Está claro que el blanco funciona. Hemos repasado mil veces sus virtudes en interiorismo: amplía visualmente los espacios, refleja la luz y favorece el orden. Pero sin que se nos vaya de las manos. Con la edad he aprendido que habitar no es un acto estético, sino emocional. Y las emociones necesitan matices, texturas, sombras.
Para evitarlo, el color es un aliado al que mucha gente tiene miedo. Entiendo esa prudencia: nos han repetido tantas veces que «el neutro es más elegante» que casi parece un mandamiento. Pero el color, bien usado, es vida, personalidad y energía. Si no, que se lo digan a los seguidores de la Escuela de Memphis y toda su influencia posterior en el interiorismo. En mi casa, un rincón mostaza me ha acompañado mejor que cualquier tendencia beige; el verde habitó el salón antes de que fuera tendencia y, por supuesto, soy fiel seguidora de la teoría del rojo inesperado. Cada tono que elegimos es una declaración de confianza en nosotros mismos y, si necesitas ayuda, siempre puedes recurrir a la regla 60-30-10.
Un fallo en el que también he caído unas cuantas veces y que genera no pocos problemas es no medir bien. Soy la primera que he comprado, con consecuencias fatales, muebles «a ojo». Como si las habitaciones fueran mágicas y se adaptaran a nuestros gustos. Y creedme, una mesa preciosa puede volverse enemiga íntima si impide caminar con fluidez y un sofá comodísimo, en un auténtico estorbo. Hay una serie de proporciones óptimas que debemos tener en cuenta, como la distancia entre muebles, el porcentaje de espacio que debemos ocupar en una sala o cuánto deben medir las zonas de paso. Cuando tenemos esto en cuenta, todo fluye mejor.
También debo hablar de algo que para mí es casi un asunto de principios: rechazar las imitaciones. No puedo evitar que se me caiga el alma a los pies cuando veo plantas de plástico intentando hacerse pasar por vivas, o esos libros falsos que solo disfrazan un vacío en las estanterías. Las casas no son escenarios, y cualquier objeto que «finge ser» añade ruido donde debería haber autenticidad. Prefiero una única pieza verdadera, aunque sea modesta, antes que una sucesión de engaños visuales comprados en un bazar.
Luego está la eterna cuestión entre lo bonito y lo cómodo, como si tuviéramos que elegir entre belleza o bienestar. En este caso, yo lo tengo clarísimo: elijo siempre lo vivible. Una casa que se mira pero no se usa es un mueble en sí misma, rígida y callada. En cambio, cuando priorizamos la comodidad la belleza llega sola. Y si puede ser bonita y cómoda, como esos tacones de confianza que llevas en todas las fiestas, pues mejor que mejor.
Y en medio de todo esto, hay algo que jamás sacrificaría: los recuerdos. Porque puede que no sean lo más «aesthetic», pero son los que convierten una casa, en un hogar. Porque sin ellos, como diría Sabina, «una casa es una oficinia». No renunciaría a los dibujos de mi hija colocados por toda la casa, ni a cada uno de los regalos que nos hace por el día del Padre y de la Madre desde que empezó la guardería. O esa cajita que tenía mi abuela con sus joyas encima de su coqueta. O la lámpara de alabastro de casa de mis padres que cada vez que voy amenazo con 'robar'. Por supuesto, las fotos siempre están presentes. El marco es lo que menos importa.
Está claro que decorar una casa nos enfrenta a muchas decisiones estéticas. Pero, quizá porque mi trabajo consiste en estar rodeada de tendencias y novedades cada día, siempre vuelvo a la misma pregunta: ¿representa esto quién soy, quiénes somos, y cómo vivimos? Cuando la respuesta es sí, todo encaja. Si algo he aprendido durante todos estos años escribiendo sobre decoración es que no necesitamos una casa perfecta, sino un hogar al que siempre queramos volver.