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¿Es normal que quiera probar cosas eróticas nuevas?

Siempre me ha resultado fascinante el pensar en cómo debía ser o en qué circunstancias debía encontrarse el primer tipo que se comió una gamba.

Valérie Tasso
VALÉRIE TASSO

Su estructura psíquica tuvo que ser de lo más peculiar (¿fue un visionario o un descerebrado?, ¿un valiente o un bipolar en fase maniaca?, ¿un altruista o un ególatra?). Y, ¿en qué circunstancias se produjo ese hecho?; quizá el pobre tipo estaba pasando más hambre que Carracuca o estaba embriagado hasta las trancas o quiso epatar con su gesto a alguna hermosa señorita que pasaba por ahí… Porque comerse un bicho tan raro como una gamba y hacerlo por primera vez no es cosa de cualquiera.

Del mismo modo, resulta también fascinante, por ejemplo, cómo los humanos hemos establecido una taxonomía entre las setas comestibles y las venenosas. Si a cualquiera de nosotros nos dieran hoy, sin tener ni repajolera idea de micología, dos setas, una tóxica y otra exquisita y, además, nos dieran una pasta gansa por catarlas y ver cuál de las dos es el manjar, estoy segura que la inmensa mayoría de nosotros rechazaríamos este juego de la ruleta rusa.

Sin embargo, como colectivo, hemos sido capaces de distinguir las setas que digerimos de las que nos envenenan… Y para eso, muchos humanos precedentes han tenido que quedarse por el camino. Después, se me ocurre pensar que tanto al de la gamba como a los primigenios catadores de setas, les unía algo: su necesidad de “probar”, que es, en ocasiones, más fuerte que el propio instinto de supervivencia. Y eso es algo que todos nosotros, en mayor o menor medida, llevamos inscrito en nuestra condición de humanos.

Los humanos somos bichos extraños que prueban cosas que no forman parte de lo establecido

Los humanos somos animales “probadores”. Bichos extraños que prueban cosas que no forman parte de lo establecido, de lo ya sabido, de lo ya probado. En ello nos va nuestra condición de entidades “existentes” que tienen que abrirse hacia el “afuera”, hacia lo desconocido, pues con eso realizamos la conformación dinámica de nuestra identidad, y con ella, de nuestra sexualidad, y lo hacemos por nosotros mismos, pero también por el colectivo de los otros “nosotros mismos”.

Cuando entramos en una casa desconocida, lo primero que hacemos es echar un vistazo, y salvo que se nos obligue a lo contrario, buscaremos para sentarnos el lugar donde nos sintamos más cómodos, donde nos sintamos más gratificados, donde mi “yo” sea más mi “yo”. Y eso, no lo conseguiremos con ese simple vistazo preliminar, sino que tendremos que probar una estancia u otra, una silla o un butacón, cerca de una ventana o alejada de ella. Cuando consigamos encontrar ese lugar existencial ideal, costará un mundo que nos muevan de ahí, pero siempre habrá alguien que se aventurará, aun asumiendo la casi completa seguridad del error, en poner las posaderas en otro lugar… En comerse, por primera vez, una gamba o probar una seta.

Nuestra sexualidad es un continuo ensayo de pruebas y errores

Con nuestra sexualidad sucede un poco lo mismo. Lo primero que conviene recordar de nuestra sexualidad es que, como nuestra propia personalidad e identidad, nunca está fija ni concluida y no lo está ni de antemano (como si viniera inscrita en nuestro código genético) ni en ningún momento de nuestra existencia (uno nunca es lo suficientemente viejo o acomodado como para que se paralice definitivamente).

Nuestra sexualidad se conforma, especialmente en sus fases iniciales, en base al impulso de nuestro deseo que nos exige continuamente algo; la fuerza centrífuga de probar algo nuevo desde la fuerza centrípeta de la satisfacción por lo ya probado. Nuestra sexualidad es un continuo ensayo de probaturas de acierto y error que nunca, aunque no nos demos ni cuenta, se acaba de detener. Es por eso que cuesta entender a aquellos que se vanaglorian de haberse detenido en determinadas prácticas sexuales o en determinadas concepciones y conclusiones (”yo siempre he pensado lo mismo”), pues eso equivaldría no sólo a admitir un error (por reaccionarios e involucionistas que sean, no piensan “exactamente” lo mismo), y equivaldría a algo todavía más inquietante: a la suspensión de sus sistemas críticos, de sus mecanismos deseantes y a la consecuente paralización de su existencia. Así, nuestra condición sexuada nos obliga a desarrollarla (igual que nuestra condición pensante nos obliga a pensar) en ese proceso que llamamos sexualidad y que se fundamenta en eso ya recalcado del “probar”.

Naturalmente, salvo quizá el de la gamba o los de las setas, no probamos a ciegas y no lo hacemos contradiciendo una determinada escala de valores y una determinada ética que vamos cimentando como lo hacemos con nuestra sexualidad, con lo que es difícil que, por ejemplo, alguien que cree que las interacciones sexuales “deben” ser exclusivistas, “fidelizadas” y soportadas únicamente por un incuestionable sentimiento amoroso hacia una única persona se desmelene de buenas a primeras en una orgía dentro de un encuentro liberal. Pero nada nos impedirá seguir adelante buscando ese óptimo lugar donde mejor reconocernos, nada nos impedirá (ni siquiera nosotros mismos) asumir esos inquietantes riesgo del probar.

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