EDITORIAL
EDITORIAL
No mucha gente sabe que Gabrielle Chanel y Cristóbal Balenciaga, quienes durante una época fueron buenos amigos, dejaron de hablarse en un momento determinado y nunca más retomaron el contacto, a pesar de que el vasco acudió al funeral de Mademoiselle, fallecida en 1971 (él murió un año después).
Descubrí este hecho a lo largo de la investigación realizada antes de acometer la escritura de mi último libro, El enigma Balenciaga. Fue en ese proceso cuando me enteré también de que el maestro de Guetaria deseaba que su marca desapareciera con él: no concebía que otra persona pudiera diseñar en su nombre.
Escribo estas líneas en el avión de vuelta de París, donde acabo de asistir al primer desfile de Chanel con Matthieu Blazy como director creativo. Un par de días antes, Pierpaolo Piccioli se estrenaba en el mismo cargo en Balenciaga.
¿Se imaginan la presión que tienen encima estos dos hombres, Blazy y Piccioli? Y no me refiero al reto de sostener las ventas en sus respectivas marcas, sino a algo mucho más emocional: me los imagino, en sus noches de insomnio, buscando la aprobación de Gabrielle y Cristóbal, los cuales defendían que su creatividad empezaba y terminaba en ellos mismos.
Aún tengo en la retina toda la belleza que he visto en el Grand Palais, decorado con esos planetas y estrellas tan del gusto de Coco, una supersticiosa que confiaba en la energía de los astros y pensaba que el número 5 le daba buena suerte.
Me encantó ver sobre la pasarela una reinterpretación de las camisas masculinas que la diseñadora le robaba a Boy Capel, el amor de su vida, amén de la profusión de camelias, su flor preferida, o el tweed –el tejido que ella trabajó hasta la extenuación– declinado en tonalidades inéditas.
Y aunque nunca habrá nadie como Chanel, de la misma manera que Balenciaga es irrepetible, me alegro de que no se haya hecho caso a los deseos de mortalidad de Cristóbal y hoy existan nuevos talentos capaces de mantener vivo el legado de esas dos estrellas que parecían venidas de otra galaxia.