Raíces y árboles, por Espido Freire

Quién nos hubiera dicho hace algunos años que nos llegarían noticias de incendios en la Amazonia y, en cambio, un record Guinness por el número de árboles plantados en Etiopía. Y sin embargo, así ha sido: un país de 105 millones de personas se ha unido para plantar en un día 353,5 millones de árboles, o más bien, de pequeños retoños y plántulas. Las fotos muestran niños con las manitas hundidas en la tierra, como hubiera hecho yo si hubiera estado allí, autoridades con los puños de la camisa manchados de polvo y miles de funcionarios, a los que se les dio un día libre para que participaran, inclinados sobre los brotes tiernos.

La iniciativa no se detendrá con el verano. El primer ministro, Abiy Ahmed, propuso hace unos meses en su proyecto #GreenLegacy [Legado Verde] una cifra que puede parecer desmesurada: para finales de 2019, Etiopía habrá aumentado en 4.000 millones sus bajísimas cifras de árboles. La tierra roja, poco a poco, se volverá verde. Me cuesta imaginar una manera más eficaz de borrar de la memoria las terribles escenas de desolación y hambruna que durante años fueron el sinónimo de Etiopía. Un árbol es un símbolo casi tan potente como un libro: un regalo para el futuro, una declaración de intenciones viva y bella.

Mi gata Lady Macbeth arrastra cierta mala conciencia por haber destrozado toda posibilidad de que una planta crezca en mi casa, pero salvo por eso, es una entusiasta partidaria de la reforestación. Como toda gatita malcriada, disfruta lo indecible viendo cómo otros trabajan, y la idea de que cada ciudadano etíope se haya comprometido a plantar unos 40 árboles hasta final de año le produce una íntima satisfacción. Al fin y al cabo, sus antepasados felinos proceden de África, posiblemente de los Felis silvestris lybica, y todo lo que allí ocurre le interesa, por si algún día decide reivindicar la herencia que le corresponde.

No puedo decir que sea la única con intereses poco elevados: sin duda, lo espectacular del número, el deseo de entrar en el Guinness, la rápida popularidad que se gana con una iniciativa así han pesado en la balanza de la repentina pasión ecológica. Pero ¿es eso importante si el fin es bueno a corto plazo, e imprescindible a largo? Por egoísmo o convicción, por nuestros descendientes o por nosotros hay que preservar este tesoro que es la vida vegetal, que se nos escurre entre los dedos.

Falta ahora que los arbolitos arraiguen y crezcan, que se adapten al sol y el suelo, y que devuelvan, poco a poco, el agua que se les entrega. Falta que otros lugares arrasados se unan a esa misma idea y recuperen especies autóctonas, bien adaptadas, para que le demos un respiro a la torturada Tierra. Faltan años para que los resultados se vean: pero el tiempo pasa sin que nos demos cuenta, los árboles son callados y fieles amigos, y la gatita y yo tenemos paciencia.