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Team Conrad o team Jeremiah. O, incluso, team Belly. Así se dividía el mundo hace unas semanas alrededor del último fenómeno global del streaming: la serie adolescente El verano que me enamoré. Se pronunció Taylor Swift (quizá porque sus obras completas funcionan como banda sonora) y Jennifer Lawrence (equipo Jeremiah, pese al furor tiktoker a favor de su hermano), aunque la auténtica incógnita no era con quién de los dos hermanos terminaría la protagonista del triángulo amoroso, sino por qué eran las millennials, e incluso las mujeres de la generación X, las que veían compulsivamente la serie, organizaban fiestas y cenas para comentarla con sus amigas o asistían a eventos temáticos en bares.
Se han escrito auténticos tratados filosóficos al respecto, con explicaciones sesudas y superficiales, pero quizá la respuesta más obvia es que aquí, como en tantos otros casos, lo que realmente opera es el poder de la nostalgia.
«Supongo que me acerca a un momento especial de mi vida en el que fui muy feliz descubriendo sentimientos nuevos. Era una época más poética, ahora soy más práctica. Me encanta ese enamoramiento obsesivo de la adolescencia, descubrir no solo lo que sientes tú, sino lo que eres capaz de provocar en otra persona. No es algo que ahora busque, pero me gusta revivir esa etapa de descubrimiento», trata de razonar Inés, 45 años, médico y nombre falso, porque, de alguna manera, esta manifestación nostálgica también es un placer culpable de manual.
No es, claro, un fenómeno nuevo. Ni la primera serie o película que triunfa entre el público adulto bajo la premisa de la intensidad del amor adolescente. Los ejemplos son infinitos, quizá porque la experiencia nostálgica es universal. Sin embargo, también es una emoción recientemente resignificada. El término (nostos es «regreso a casa» en griego; algos, «dolor») fue acuñado por el médico suizo Johannes Hoger en 1688 para definir una dolencia que tenía tanto síntomas psicológicos (depresión, confusión, letargo…) como físicos, desde insomnio hasta palpitaciones. Hoger la detectó entre los soldados suizos que combatían lejos de casa y describió que se intensifica en los meses más fríos del año.
También creía que podía ser mortal y que era una afección exclusivamente suiza, debido al impacto emocional de vivir lejos del precioso paisaje alpino. Casi un siglo después, el médico inglés Robert Hamilton reportó el caso especialmente grave de un soldado galés que había mejorado tras regresar a casa. Así, durante más de dos siglos, la nostalgia se observó como una condición extremadamente debilitante y muy difícil de tratar que los médicos se tomaban muy en serio y cuya última víctima mortal registrada fue un soldado de infantería en la Primera Guerra Mundial.
Pero, poco a poco, esa percepción fue cambiando. Primero, para considerarla un trastorno psicológico relacionado con personalidades algo neuróticas o excesivamente sentimentales e interpretaciones clasistas —algunos psicoanalistas la consideraban más común entre las clases bajas— y después, como una emoción esencialmente buena e, incluso, beneficiosa. «La idea de nostalgia ha cambiado con el tiempo, sobre todo en las dos últimas décadas. Ahora se considera una emoción ambivalente que se manifiesta a través de sentimientos contrapuestos: por un lado, uno energizante y optimista; por otro, uno de naturaleza más melancólica, que era la idea que históricamente había predominado. Antes, nostalgia era sinónimo de melancolía», explica José María Ruiz Vargas, catedrático emérito de Psicología de la Memoria en la Universidad Autónoma de Madrid.
Pero, ¿qué es la nostalgia en 2025? Para empezar por lo básico, la nostalgia es una emoción universal. Eso sí, una emoción muy compleja. En 2022, por primera vez, un grupo de neurocientíficos chinos y británicos propuso un modelo neural de la nostalgia. Lo definieron como un fenómeno cognitivo complejo que tiene que ver con la memoria autobiográfica y la regulación de la emociones, pero también con la autorreflexión y los mecanismos de recompensa en los que participan varias partes del cerebro. Implica secreción de dopamina —el perejil de todas las salsas emocionales millennial—, puede activarse no solo a través del recuerdo sino también a partir de estímulos sensoriales como el olfato o el gusto, y es absolutamente común: según un estudio, el 79% de las personas la experimentan al menos una vez a la semana. Si están solos, más a menudo.
Vargas cita el trabajo de su colega Constantine Sedikides, profesor de Psicología de la Universidad de Southampton y, probablemente, el mayor experto mundial en la materia, que ha demostrado de manera experimental que, pese a contener elementos agridulces, la nostalgia es una emoción eminentemente positiva. Y hasta dotada de superpoderes. Sedikides la define como «el político interno perfecto: que conecta el pasado con el presente y apunta al futuro con optimismo». Y, con un poco de suerte, que no miente tanto.
«Considera que la nostalgia forma parte de un arsenal de armas de autodefensa. Y yo estoy de acuerdo con él. Los seres humanos necesitamos defensas psicológicas, lo mismo que tenemos un sistema inmune. La nostalgia fortalece nuestra identidad y su continuidad, haciendo de vínculo entre el pasado y el presente», explica el catedrático.
Dentro de unos parámetros normales, los psicólogos coinciden en catalogarla como una emoción positiva que, además, puede ser terapéutica. De hecho, se le atribuyen todo tipo de beneficios: desde mejorar la autoestima y el sentido de la pertenencia o la conexión con los demás (a menudo los mejores recuerdos incluyen a amigos, familia o parejas), hasta combatir la soledad no deseada, el estrés o la ansiedad a través de recuerdos positivos que ayudan a amortiguar los rigores del día a día. Pero hace tiempo que este ha dejado de ser un terreno exclusivo de los psicólogos. Ahora la nostalgia le interesa a todo el mundo.
Se estudia en disciplinas tan variopintas como la Sociología, las Ciencias Políticas, la Filosofía o la Neurociencia y con resultados realmente fascinantes. Mientras algunos científicos están investigando su uso en la mejora de la memoria en los primeros estadíos del Alzheimer o en el alivio de enfermedades mentales como la depresión o el trastorno de estrés postraumático, algunos estudios psicológicos han determinado que refuerza los lazos sociales y nuestra autopercepción, que puede potenciar el optimismo, pero también mejorar las relaciones laborales a través de rituales o tradiciones como la temida cena de Navidad de empresa.
También se ha comprobado que en estados de nostalgia exacerbada los individuos son más dados al altruismo o al voluntariado mientras su sentido del valor del dinero se debilita animándolos a realizar compras compulsivas. Y ahí el marketing y la publicidad tienen mucho de donde rascar. De hecho, la industria de la moda lo sabe y lo explota: marcas como Mulberry o Banana Republic están comercializando piezas vintage.
«Ortega decía que la nostalgia es una forma de esperanza retrospectiva. Cuando el futuro nos da miedo o se antoja amenazante, es una estrategia habitual refugiarnos en el pasado. A veces sólo queremos volver a soñar como soñábamos, cuando el futuro nos parecía un tiempo en el que se anunciaba una cierta prosperidad. Ahora hay demasiados signos que nos hacen desconfiar del tiempo que viene», reflexiona Diego Garrocho, profesor de Ética y Filosofía Política en la Universidad Autónoma de Madrid y autor del libro Sobre la nostalgia.
Ese reflejo tiene también su traducción en el terreno político, donde la nostalgia campa a sus anchas. Quizá desde siempre. Aunque ahora, además, parece que esté de moda. Nada más nostálgico que el Making American Great Again («Hagamos América grande otra vez») que Donald Trump lleva capitalizando una década bajo la promesa de devolver el esplendor económico y el conservadurismo moral a los Estados Unidos. Nada que no viéramos también en el Brexit, por supuesto.
Aquí Garrocho introduce un matiz interesante. «Las opciones conservadoras, o incluso las reaccionarias, siempre han protegido las formas antiguas o, si se prefiere, un antiguo régimen político y conceptual. La novedad de nuestra época, y lo que la hace tan nostálgica, es que incluso las fuerzas progresistas hoy son nostálgicas. Que parte de la izquierda siga soñando con el ideal del partisano y con el imaginario estético del 68 demuestra la incapacidad de nuestro tiempo para crear nuevos símbolos y nuevos ideales. Incluso para intentar hacer una revolución, nuestros ojos se vuelven al pasado. Esa es la marca de la era de la nostalgia, no que existan conservadores o reaccionarios».
Conviene, además, poner en cuarentena todos esos impulsos. O, al menos, cuestionar si nuestra memoria es, en realidad, una versión edulcorada del pasado. «Todo recuerdo es una interpretación que hacemos a partir de una experiencia más una serie de factores tales como el conocimiento previo, nuestras actitudes, creencias o prejuicios. Los recuerdos nunca se ajustan exactamente a la realidad. Todos hemos comprobado que el desacuerdo está garantizado cuando compartimos episodios pasados con amigos o familiares. Nadie miente, sencillamente cada uno lo guarda en su memoria después de pasarlo por una serie de filtros cognitivos», explica Vargas, que advierte, también, de que los estados de ánimo introducen sesgos.
Garrocho va más allá. «Idealizar nuestro pasado es una forma razonable para intentar sobrevivir y escamotear nuestra propia mediocridad. Eso ocurre a título individual, pero también colectivo. Todas las sociedades suelen fabular un mito original que tiene muy poco que ver con la realidad y que, de alguna manera, sirve para concebir un origen heroico o especialmente optimista», analiza el filósofo.
Paradójicamente, también puede utilizarse para modelar el futuro. Así es como funciona la nostalgia anticipatoria, que consiste en tomar imágenes mentales de un momento particularmente feliz para evocarlas más adelante. ¿O acaso no hacemos eso todos en nuestras vacaciones para luego tirar de recuerdos en los duros meses de invierno?
«Gracias a nuestra memoria no solo podemos revivir el pasado sino también anticipar el futuro. Si quieres formar un recuerdo, presta mucha atención y vive la experiencia con emoción. Así es como se garantiza una buena memoria posterior», explica Vargas. Con la época más nostálgica del año a la vuelta de la esquina, puede ser un buen antídoto para anticipar reencuentros fríos y amortiguarlos con recuerdos cálidos. Autodefensa navideña en estado puro.
HORÓSCOPO
Como signo de Fuego, los Sagitario son honestos, optimistas, ingeniosos, independientes y muy avetureros. Disfrutan al máximo de los viajes y de la vida al aire libre. Son deportistas por naturaleza y no les falla nunca la energía. Aunque a veces llevan su autonomía demasiado lejos y acaban resultando incosistentes, incrontrolables y un poco egoístas.