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Vida melódica

La reflexión de la presentadora sobre su vínculo con la música.

Una imagen del Festival de Granada. / D.r.

Anne Igartiburu
ANNE IGARTIBURU

Recuerdo cuando fui consciente de mi primer concierto de música clásica. Fue en la Iglesia de San Antón, en el el Casco Viejo de Bilbao. Yo tenía unos siete años y mi madre me llevó a un recital de Joaquín Achúcarro. Quedé tan impresionada allí sentada escuchando al maestro interpretar a Chopin al piano, que después escribí una pequeña historia sobre lo sentido, que ganó un premio de literatura de la escuela.

Antes de ello, mi padre ya me había llevado a algún concierto de jazz, pero era muy pequeña. Siendo ya más mayor, me invitó al Festival de Jazz de Vitoria y el Jazzaldi de San Sebastián, donde incluso Ella Fitzgerald había dejado años atrás su estela y volví a casa soñando con ella, dormida en el coche. En casa siempre sonaba música. Mi abuela cantaba desde la cocina y mi abuelo tarareaba boleros. Mi tía y yo cantábamos en el mismo coro del pueblo y mi hermano tocaba por Raimundo o por los Pistols. Así eran mis 80. Los vinilos eran sagrados y hasta que tuve 12 años no pude utilizar yo sola el tocadiscos para poner los que más me gustaban. Había que pedir permiso para tal honor técnico. La aguja descifraba compases para mí hasta altas horas de la solitaria noche. Clásica, barroco, cantautores, rock, pop, o folclore vasco. Aquello era un no parar que hizo que, además de concebir la vida de forma melódica, invirtiera tiempo, energía y dinero en entender este arte y admirarlo por encima de todo. Llegaron los viajes para ver a grupos legendarios y horas en la ya desaparecida tienda Tower Records en Piccadilly, cada vez que visitaba Londres. De hecho, yo comencé en la radio siendo una niña, pinchando mis propios discos de Neil Young, Janis Joplin, Joan Baez o Rolling Stones, con aquel 'Tatoo You'.

Cuántos recuerdos que me alimentan hoy y me llevan a entender qué y quién soy. Mi primer disco de clásica me lo regalaron al cumplir el año de vida. Es un concierto para violonchelo de Hydn con Jacqueline Du Pré, dirigido por su entonces marido, Daniel Baremboin. Un concierto que por cierto, ha marcado mi vida presente y por eso, quizá, cuando hoy saludo al director de orquesta al salir de uno de sus ensayos en Berlín, me emociono pensando las vueltas que da la vida. Las vueltas que daba aquel disco y las que dieron tantos otros vinilos hasta traerme hasta donde estoy. Por eso, escuchar a Silvia Pérez Cruz cantar en el Palacio de Carlos V de la Alhambra, en el marco del Festival de Granada, ha sido todo un regalo para los sentidos. Acompañada por la genialidad de Javier Colina y Marco Mezquida, ha hecho un recorrido por lugares y dominios del jazz, el flamenco, los lieder o la música mexicana, que no ha dejado a nadie indiferente. Morente en el alma y poesía en el aire que acariciaba su largo pelo y volaba su vestido de Cortana con luz de Luna. Nos ha dejado a todos mudos y una emoción que no hemos contenido. No he podido más que abrazarla fuerte al finalizar el concierto y reír juntas como si de un buen sueño se tratara todo esto de vivir. Solo una artista como ella es capaz de transmitir así.

Todos hemos podido adivinar a la niña que cantaba con su padre a los cuatro años y que interpreta los poemas de su madre con la misma certeza de quién se sabe en posesión de un tesoro único que necesita ser compartido. Generosa en talento, emociones y tiempo, durante dos horas y media nos ha colmado a los asistentes, de cordura suficiente para volvernos locos y no olvidar para qué es el arte. Para qué son las palabras y las melodías y porqué la mediocridad no aparece en su vocabulario. Ha habido mucho más en este Festival de Granada, por supuesto. Un puente tendido entre el talento de los artistas y el público, ávido de sentir y recibir agradecido. Tenemos suerte de removernos así por dentro, de que se nos zarandee gracias a acordes, compases, tempos y armonías. Y de eso va al fin y al cabo esto de vivir.

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