eterna annie hall
eterna annie hall
Parece mentira, pero Diane Keaton (Los Ángeles, 1946) ha muerto. Pero como escribe Proust al llegarle la hora a Bergotte, uno de sus personajes de la Recherche: «¿Muerto para siempre? ¿Quién puede decirlo?». Y Diane Hall Keaton, que también ella se llamaba Hall, no solo Annie, ha quedado inmortalizada en más de medio centenar de películas.
Basta pensar, por no recurrir a Woody Allen, en El padrino. La actriz no solo estaba hecha a la medida de los trajes masculinos, las corbatas y los sombreros hongo, rompiendo todos los convencionalismos de antes y de ahora, sino también a la de la comedia, cuanto más enloquecida, más de su talla. Es más, ella medía, de altura en centímetros, más que sus primeros partenaires. Más que Allen y más que Al Pacino. ¿Una metáfora? Puede.
Comedia a borbotones. Y eso que había entrado por la puerta grande del séptimo arte nada menos que con El padrino, interpretando con inigualable carisma y soltura a Kay Adams, la novia y después esposa de Michael Corleone. Pero tuvo que llegar Allen para que enseñara al mundo la más inteligente de las vis cómicas con Sueños de un seductor (1972) y luego El dormilón (1973) y La última noche de Boris Grushenko (1975). Se habían encontrado dos neuróticos y dos excéntricos. Para el cine, un filón. También para fuera de la pantalla. Annie Hall (1977), Manhattan (1979), Días de radio (1987), Misterioso asesinato en Manhattan (1993).
Pero había Keaton más allá del cineasta. Ahí están Buscando al Sr. Goodbar (1977), la desgarradora cinta de Richard Brooks, donde la cosa se ponía dramática; o Rojos (1981), un drama de tintes políticos con Warren Beatty en la dirección y en el reparto, donde también daba la cara Jack Nicholson. O en La habitación de Marvin (1996), de Jerry Zaks, más drama, esta vez familiar y mano a mano con Meryl Streep.
Una carrera en el celuloide que terminó desembocando en el taquillazo Cuando menos te lo esperas (2003), de Nancy Meyers, una escritora divorciada debatiéndose nada menos que entre el amor de Nicholson y Keanu Reeves. En su boca, así es, hasta Schopenhauer protagonizaba chistes. Aquí van siete películas en las que fue eternamente ella, la Keaton, como si dijéramos la Garbo o la Hepburn.
Qué se puede decir a estas alturas de la trilogía, el clásico entre los clásicos de Francis Ford Coppola. Tal vez, lo mejor sea incidir en que el director atrajo a Keaton a su causa tras verla en Amantes y otros extraños, de Cy Howard, que fue su debut en el cine, en paralelo al de los años setenta. Al parecer, al director le pareció lo suficientemente excéntrica para el papel de Kay Adams, la sufrida esposa de Michael Corleone (Al Pacino), el hijo de Don Vito, por lo que volvió a dárselo en la segunda parte, ya un personaje más evolucionado, con su marido como jefe de los sucios negocios familiares. Ya saben, nunca pudo preguntarle por sus asuntos.
Sin Marlon Brandon ahora, pero con Robert De Niro presidiendo este festín cinematográfico de aires shakesperianos. Para muchos, la mejor película de la historia del cine. Keaton puso su granito de arena, metiéndose en la piel de un secundario de los que, con fuerza arrolladora, se sitúan en primer plano. No faltó tampoco a su cita con la tercera.
Annie Hall es Diane Hall. El papel de su vida. Una mímesis entre actriz y personaje de libro. La californiana ya se quedaría para siempre con su espíritu y, por supuesto, con su estética, que la convirtió en un inesperado icono, amante de la ropa masculina antes que ninguna, ajena a las modas. Woody Allen es Alvy Singer, un cómico cuarentón, divorciado dos veces, enfermizo y en terapia psicológica desde siempre. Annie, en la treintena, es guapa, inteligente, pero no muy segura. Alvy le aconseja ir al psicoanalista y leer, leer mucho. A partir de ahí, la película es una locura, con flashbacks, sueños entrecruzados, imágenes subtituladas, la pantalla desdoblándose y no poco surrealismo. Y todo para hablar de amor, fidelidad y sexo.
La película, que elevó a los altares a su director-actor, ese intelectual paranoico, ha solido acompañar a Con faldas y a lo loco (1959), de Billy Wilder -y resisten bien la comparación-, en los primeros puestos de las listas de las mejores comedias, embriagada de citas intelectuales y culturales. Ahora James Joyce, ahora Balzac o Beckett. En el fondo, un homenaje a Bergman, el director de Persona, pero también el de Secretos de un matrimonio (1974). Hay risas, audacia y amargura en Annie Hall. Y, claro, Diane Hall Keaton se llevó el Oscar a mejor actriz. Y Allen, los de mejor película, director y guion original, que firmó junto a su inseparable Marshall Brickman. Inolvidable la cola del cine en la que aparece Marshall McLuhan o la separación del cuerpo del espíritu de Annie en el lecho conyugal.
Nada que ver con el cine que Keaton hizo con Mr. Allen. Esto es otra cosa. Un drama de los años setenta basado en la novela de Judith Rossner en el que la actriz estuvo acompañada por un joven y desconocido Richard Gere, pre Oficial y caballero (1982), y Tom Berenger. Una película poco conocida, dura, perturbadora, casi naturalista y cero complaciente, que es fiel retrato de la escena contracultural de aquellos años. Muy beat, muy Janis Joplin, muy John Lennon.
Representa, sin duda, una de las cimas interpretativas de la actriz, que está inmensa. Veamos. Theresa Dunn decide saltar los muros que le pone su familia y buscarse la vida, para terminar como profesora de niños sordos, eso de día, y mujer que busca el placer, eso de noche. En el fondo, un retrato de la sociedad occidental y de la lucha de las mujeres por su emancipación que, sin embargo, fue tachada de conservadora. Ojo al dato, es del mismo año que Annie Hall.
Una película legendaria en la que el protagonismo, por encima de Allen, de Mariel Hemingway y hasta de la propia Keaton, que está igualmente sobresaliente, se lo lleva Manhattan, con su declaración de amor-odio a la ciudad de sus sueños y pesadillas, en un excelso blanco y negro que retrata los rascacielos, parques, puentes y aceras. Por idénticos derroteros que Annie Hall y con los acordes de Rhapsody in Blue de George Gershwin y demás.
En esta cinta, Keaton es Mary Wilkie, la mujer atractiva e inteligente de la que se enamora Isaac Davis (Allen), un escritor de chistes para la tele, trabajo que odia, que, de nuevo, ha pasado los cuarenta y, de nuevo, ha tenido dos fracasos matrimoniales. Con la salvedad de que ahora mantiene un idilio con Tracy, una joven de diecisiete (Hemingway, nieta del escritor) a la que no ama, y de que su última esposa (Meryl Streep) está escribiendo un libro sobre las intimidades de su vida marital. Para rizar aún más el rizo, Wilkie es la antigua amante del mejor amigo de Davis, Yale (Michael Murphy), casado pero aficionado a los affaires. De nuevo también referencias intelectuales a gogó. Cuando no es Mozart, es Mahler, y cuando no, Tólstoi o Brecht.
No es Manhattan ni mucho menos Annie Hall, en términos de popularidad, pero en esta película de y con Warren Beatty, Diane Keaton, francamente, bordó el papel de Louise Bryant, tal vez porque (también) tenía mucho que ver con ella, una escritora feminista. La mujer que renegó de su ambiente encorsetado y se integró en los círculos activistas y creativos del Greenwich Village neoyorquino de la mano del periodista y escritor John Reed, quien narró la Revolución rusa en su libro Diez días que estremecieron al mundo, por el que fue acusado de espionaje.
Una película vehemente, comprometida, emocionante y muy romántica. Y hasta cierto punto clásica. También hace su aparición Jack Nicholson, interpretando al dramaturgo Eugene O'Neill, Premio Nobel de Literatura 1936, cuya hija Oona, como curiosidad, se casó con Charles Chaplin. Esto ya en la vida real.
Una comedia revestida de thriller, ágil como ninguna y muy divertida que confirmó que el cineasta estaba -o seguía- en su mejor momento y su actriz-musa, después de los años, también. Podrían ser Annie Hall y Alvy Singer, pero son Carol Lipton, una aburrida ama de casa del Upper East Side de Manhattan, cómo no, y Larry, su marido (Woody Allen), que la tacha de paranoica porque sospecha que su vecino Paul House (Jerry Adler) ha asesinado a su mujer. No solo eso, sino que se pone a investigar con ayuda de su amigo Ted (Alan Alda), lo que provoca los celos de Larry, que se suma a las pesquisas junto a una seductora escritora (Anjelica Huston). Cómo no pensar en La ventana indiscreta (1954), de Hitchcock.
Todo ello con música de Cole Porter, incluso de Wagner, pues es en esta película cuando se dice la ya icónica frase de «Cada ve que oigo a Wagner, me entran ganas de invadir Polonia». Además, las consabidas alusiones al cine de culto, y con diálogos ocurrentes y sesudos. Keaton y Allen, reencontrados años después, están que se salen, confirmándose como una de las mejores parejas del cine de todos los tiempos.
Una película ya de otra época, aunque aún le quedaba a Diane Keaton mucho fuelle y fuego. Aunque también es verdad que está protagonizada por un solterón que solo sale con mujeres más jóvenes con él, Harry Sanborn, encarnado por Jack Nicholson, y por una famosa escritora divorciada, Erica Barry, que es precisamente ella, haciendo de la madre de su última conquista, Marin (Amanda Peet), que les recibe en su casa de la playa.
Pero con la mala (o buena) suerte de que a Harry le da un infarto, y entonces Erica se ve obligada a cuidarlo. Y, como se veía venir, termina sintiéndose atraído por ella, y no es al único que le pasa, porque al doctor (Keanu Reeves) también. Una comedia romántica en toda regla, simpática, con enredo, sin llegar a empalagar, aunque subyazca el manido mensaje de que el amor no tiene edad. Eso sí, sin las neurosis de Allen y con una Keaton en estado puro poniéndose por montera el guion.