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El problema de David Trueba (Madrid, 1969) es que todo le interesa. También es, claro, su mayor virtud. Lo mismo dirige un documental sobre la reina Sofía o el clan Puyol, que entrevista a Woody Allen, rueda una película, escribe una novela (o una canción) o trabaja como actor. Hasta fue vicepresidente de la Academia de Cine. Y eso que le gusta contar que no fue al colegio hasta los siete años porque después de ocho hijos (él es el más pequeño del clan) su madre no quiso quedarse sola en casa.
Después del éxito de Vivir es fácil con los ojos cerrados (siete Goyas, entre ellos mejor película y director) y de contar la historia del humorista Eugenio en Saben aquell, Trueba hace algo por primera vez. Y en su caso, eso ya es noticia. Su nueva película, Siempre es invierno, que llega a los cines el 7 de noviembre, es una adaptación de su novela Blitz (2014). Es, por cierto, su cinta más alleniana.
Quizá porque el personaje principal, interpretado por David Verdaguer, es un arquitecto treintañero inseguro y neurótico que acaba de romper con una novia que le ponía los cuernos (Amaia Salamanca) y encuentra refugio (y un poco de sexo) en una mujer extranjera que supera los 70 años. Dice Verdaguer que rodar con él es como hacerlo en zapatillas de andar por casa. Charlar un rato con Trueba, que es un conversador nato entrenado en la escuela de las grandes sobremesas, también es una experiencia acogedora.
MUJERHOY. La película explora el vacío tras una ruptura sentimental, pero también la posibilidad de un reinicio inesperado y esperanzador. ¿Son las crisis las que nos construyen?
DAVID TRUEBA. Si no te destruyen, sí. Lo importante es no dejarte destruir. Una cosa que se rompe con facilidad son los ideales, que son imprescindibles para vivir. No hablo de ideales políticos o románticos, sino de considerar que hay cosas interesantes por delante, que hay gente alrededor, que el mundo y la vida merecen la pena. Hay que tratar de ser fuerte, mirar con perspectiva. Mis padres perdieron dos hijos, que es algo que te golpea eternamente. Pero un día levantaron la cabeza y dijeron: «Esto es lo que me han echado al plato y hay que comérselo». Y mañana habrá otro plato delante y otra cosa que celebrar. No serás la misma persona, pero habrás aprendido.
Resulta refrescante ver que su protagonista treintañero busca ese reinicio con una mujer de 70 años en lugar de con una de 25. ¿En qué ganan las mujeres con la edad?
Se van desprendiendo de esa dictadura basada en el juicio sobre su aspecto exterior que marca las primeras décadas de su vida. La sociedad las desplaza y las convierte en satélites, pero a mí me encantan los satélites porque son mucho más libres. La mujer, además, es mucho menos tontuna que el hombre a la hora de negar el ciclo vital en el que ha entrado. Ves a muchos hombres tratando de competir con los de 25 cuando entran en un bar por la noche. Y no se dan cuenta de que desde fuera resultan patéticos.
«Siempre es invierno si no hay amor», dice su protagonista. ¿Estar enamorado es el estado más pleno o lo hemos romantizado?
El amor es un sentimiento explosivo que no convive bien con la ausencia de explosión. La primera vez que me enamoré tenía 12 años. Recuerdo bien la sensación física cuando estaba en presencia de esa persona. De pronto, te preguntas si eso, sin los deseos y los impulsos de antes, es amor. Es como si las experiencias mojaran la pólvora… Pero no significa que no haya otros valores como la convivencia, la lealtad o la compañía. La eterna pregunta es: ¿si no hay fuego, es amor? Yo creo que sí lo es.
Lo de ser tan polifacético, ¿es una forma de afrontar una carrera o una actitud vital que se aplica a todo?
Forma parte de mi carácter. Era el pequeño de una familia de ocho hermanos: mi hermano mayor era médico; el segundo, escultor… Tener acceso a tanta información me hizo ser una persona muy receptiva. Siempre he pensado que es absurdo trabajar en lo mismo sin salirte nunca del carril. Está bien viajar de un interés a otro, recuperar la ilusión de las primeras veces, no convertirte en un mero profesional, en una fábrica de churros. Me gusta que lo que esté haciendo se convierta en una aventura personal.
¿Y no pasa factura a algún nivel?
Solo en la opinión de los demás. Al principio, el mundo literario me observaba con cierta sospecha. No me empezaron a tomar en serio hasta la tercera novela. Pero no creo que pises menos el acelerador por eso. Los actores se ríen de mí cuando les digo que siempre pienso que estoy haciendo mi última película. No es que sea fatalista, es que he conocido directores que se han hecho mayores y no han podido rodar más.
Cuando detecta un tema que le interesa, ¿cómo escoge el formato para contarlo?
La historia suele venir asociada al modo en que la quieres contar. Nunca pensé en Vivir es fácil con los ojos cerrados como algo que no fuera una película, pero Saber perder (2008) era claramente una novela. Pero hay otros factores. Las películas te sacan mucho de casa. Cuando mis hijos eran pequeños, incluso adolescentes, no quería meterme en nada que me alejara demasiado de ellos. Nadie sabe cómo se educa, pero la única receta recomendable es estar. Una relación de pareja la puedes sacrificar un poco más, pero con los niños tienes que adecuar tu ambición laboral a sus necesidades. No es nada dramático, hay que aceptarlo.
Esto no es algo que los hombres hagan o digan a menudo.
Empieza a cambiar, pero sí, lo he vivido. Y a veces he sentido incomprensión entre mis amigos hombres. Yo he chupado mucho patio de colegio, mucha extraescolar, muchos partidos los fines de semana...
¿Y lo ha disfrutado?
Muchísimo. Si no estás dispuesto a eso, mejor que no tengas hijos. Los chicos y las chicas son producto del amor y la atención que reciben. Tengo amigos con carreras muy exigentes que ahora sienten el mordisco de la culpa. Yo les suelo decir que no hay nada que un hijo agradezca más que el que tú vuelvas a casa del trabajo feliz, que traigas novedades del mundo exterior, que les hagas partícipes. No hay que convertirse en un monje cartujo, pero sí hay que trabajar ese vínculo. Yo siempre lo he hecho por egoísmo, me daba gusto hacerlo.
¿Y cómo lleva lo del síndrome del nido vacío? Los hombres tampoco hablan de eso…
Eso lo viví con la separación [de la actriz Ariadna Gil]. Cada semana estaban con uno de los dos. Aunque ese momento es muy duro, bromeábamos mucho. Yo le llamaba la semana de Jekyll y la semana de Hyde. La que estabas con los niños eras una persona con horarios, ordenada; la otra salías por la noche, te despertabas tarde… Nos reíamos porque era lo único positivo de todo aquello. Yo sufrí mucho al no poder despertarles por la mañana, no lavarles la cara, no desayunar con ellos, no cenar juntos... Creo que el secreto es vivir cada ciclo de la vida en su momento.
Más allá de su reputación profesional como cineasta y escritor, también tiene fama de ser un tío majo. ¿Qué le gusta oír más?
Lo primero (Se ríe). Pero es verdad que los actores con los que he rodado, Carolina Yuste por ejemplo, dicen que lo hacemos con amor. Cuando conoces a gente como Woody Allen o Billy Wilder, lo primero que piensas nada más irte es: «Qué majo». No piensas en que son unos genios. Últimamente parece que ser malo es un elogio. Y me parece odioso. Como una vez le oí decir a la poeta Ana María Moix: «Hay que ser muy inteligente y estar muy seguro de uno mismo para ser buena persona». Y es verdad.
Ha llegado a la entrevista con el periódico debajo del brazo. ¿Qué le preocupa más de lo que lee últimamente?
El desprecio por la vida de los pobres. A menudo suelen decirme que soy una persona de izquierdas, pero yo no estoy tan seguro... Oigo cosas que no me gustan en los dos lados. Para mí la distinción más importante está en ser consciente de que en el mundo hay gente con y sin privilegios. Si no entiendes eso, no hay conversación posible. Me perturban mucho, por ejemplo, las detenciones brutales a inmigrantes.
Hablando de privilegios, en alguna ocasión, ha comentado que limitaría las herencias. ¿Por qué?
Creo que hacen mucho daño a quien las recibe. No he conocido gente más infeliz que la que ha heredado una empresa familiar. Trump es el ejemplo perfecto: no es que sea un brillante hombre de negocios, sino que su padre era multimillonario. Amancio Ortega, en cambio, empezó cosiendo batas y estoy seguro de que, si hubiese querido, habría sido un gran presidente. No soy comunista, porque detesto los dogmatismos, pero creo en la redistribución para tener una sociedad más segura y justa. En Latinoamérica, las urbanizaciones tienen guardias de seguridad con fusiles en la puerta. En España un multimillonario se puede pasear por La Coruña o Madrid tranquilamente. No es que los españoles seamos más guapos, es que esa es una conquista producto de la redistribución.
Usted que no tiene WhatsApp y que reniega de las redes sociales, ¿ha cacharreado ya con ChatGPT?
Un poco… Le pedí que escribiera el discurso de fin de rodaje de la película como si todos nos hubiéramos llevado fatal. Era algo como: «Pese a las tormentas, el barco ha llegado a puerto». Nos reímos mucho.
¿Cómo observa el desafío que representa para la creatividad?
La IA elimina la particularidad, que es donde está la genialidad. Yo suelo decir: no hagamos contenido audiovisual, hagamos películas. Claro que habrá actores de IA y puede que sea capaz de crear grandes obras maestras, pero creo que convivirá con el tío que está rodando en Sevilla. Y tiene que haber leyes que protejan los derechos. Si la IA usa los rasgos de Scarlett Johansson o Julia Roberts o el estilo de un pintor o un autor, está robando.
En la película, su protagonista siempre se está preguntando qué debería ser lo siguiente. ¿A usted qué tal se le da eso de no hacer nada?
Fatal, porque mis oficios son mi pasión. Estoy de vacaciones en el sitio más maravilloso del mundo y mi cabeza no para de darle vueltas a una idea o una historia. No lo considero trabajo. Eso sí, soy el rey de las sobremesas. Comer conmigo es un ejercicio de riesgo. Lo aprendí de Azcona. Sentarnos a comer a las dos y quedarnos charlando hasta las nueve de la noche era para mí el regalo más maravilloso de la vida. Yo soy de los que siempre está diciendo: «¿Cómo que os vais todos ya?».
HORÓSCOPO
Como signo de Fuego, los Sagitario son honestos, optimistas, ingeniosos, independientes y muy avetureros. Disfrutan al máximo de los viajes y de la vida al aire libre. Son deportistas por naturaleza y no les falla nunca la energía. Aunque a veces llevan su autonomía demasiado lejos y acaban resultando incosistentes, incrontrolables y un poco egoístas.