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Está a solo tres horas de Madrid y a un tiro de piedra de Portugal, concretamente del distrito de Guarda, donde se encuentra la también fortificada ciudad de Almeida. Esta situación estratégica le trajo más de un quebradero de cabeza en el pasado, pero a nosotros nos viene de perlas en el presente. Cruzar al país vecino siempre es un buen plan, y más partiendo desde un lugar tan histórico-artístico como este. Ciudad Rodrigo, que fue la Miróbriga de los romanos, es esa ciudad por la que queremos dar un emocionante paseo por los siglos de los siglos, y amén.
Las razones sobran. La atraviesan calles empedradas, ¡sin coches! Se recrea en sus pequeñas plazas, donde transcurre la apacible vida de provincias. Y presume, porque puede, de catedral, castillo y muralla, la tríada monumental por excelencia. Es, por cierto, el núcleo de población más importante del suroeste de Salamanca, separándola noventa kilómetros de la ciudad madre. Y, como ya anticipa su nombre, no es pueblo sino ciudad. Además antigua, noble y leal, con todos los honores.
También aquí la plaza Mayor es el centro, donde todo pasa y todo queda. En su perímetro se alza el edificio del ayuntamiento, que tuvo espadaña barroca y tiene fachada renacentista con dos galerías de tres arcos, con torrecillas en los laterales y sendos escudos, entre ellos el de Carlos V. No es el único palacio, ni mucho menos. De vecina está la antigua Audiencia Real, hoy alojamiento turístico, que conserva su fachada neoclásica, la larga balconada de hierro y su escalera, y el palacio del Primer Marqués de Cerralbo, del XVI aunque presenta elementos de otras épocas como la crestería que lo remata (XIX).
Ya adelantamos que Ciudad Rodrigo es toda ella gloriosa y monumental. De ello da fe el propio castillo, que es Parador de Turismo, donde, efectivamente, se puede dormir como un rey o un príncipe, reina o princesa. Se ha quedado con el nombre de Enrique II de Trastámara, rey de Castilla, pero lo suyo fue una reconstrucción en toda regla, porque quien verdaderamente lo construyó fue Fernando II de León, tiempo atrás.
Se alza en lo alto de un tajo sobre la vega del río Águeda y luce imponente torre del homenaje cuadrada, además de las murallas que salen de él y llegan a él. Son también del siglo XII, pero actualizadas en el XVIII siguiendo el modelo del ingeniero francés Vauban, que le dio a la ciudad su característica forma de estrella. Llegó a tener, por cierto, nueve entradas, de los que solo quedan seis, que hay que buscar y encontrar.
Frente al castillo, nos deja de piedra, él a nosotros, un tesoro en granito de origen vetón -o sea, prerromano-, el verraco. Por tanto, uno de los vestigios más antiguos de los pobladores de este lugar al que, como decíamos, no le falta de nada. Tampoco una magnífica catedral, que fue en sus inicios un templo-fortaleza, levantada por el mismo rey Fernando. Para un siglo después coronarse como gótica, con cuatro portadas cuajadas de arcos y esculturas, un claustro de rica tracería y un coro tallado en madera de nogal.
En la torre de las campanas catedralicias, ojo al dato, aún se ven las heridas que le produjo la guerra de la Independencia (1808-1814), en la que la ciudad tuvo un papel protagonista, asediada por el primer duque de Wellington. Por su estilo, se la encuadra en el conocido como grupo de Salamanca, junto con la catedral vieja de esta ciudad, la de Zamora y la colegiata de Toro, todas dignas de verse y admirarse.
Más allá de la catedral, un rosario de iglesias, entre las que se encuentra la de San Pedro y San Isidoro, mezcla de estilos y con preciosa bóveda estrellada. Otro edificio religioso a considerar es el convento de San Francisco, hoy en ruinas aunque no del todo, pero en otro tiempo de gran predicamento. Lo propuso el propio santo después de parar en la ciudad de camino a Santiago de Compostela en 1214. En su interior se pueden ver estelas funerarias, aras votivas, inscripciones romanas y escudos heráldicos que dan testimonio del largo pasado de Ciudad Rodrigo. El Hospital de la Pasión, por otra parte, se alzó con el apoyo de los Reyes Católicos en el lugar donde estuvo la sinagoga, una vez que los judíos fueron expulsados, y aún puede verse el suelo original.
A este municipio salmantino lo embellecen igualmente sus palacios, que los tiene a montones, y todos soberbios, la verdad. Y en algunos de ellos llaman poderosamente la atención los escudos inclinados, que si hacemos caso a la leyenda, se corresponden con las casas de hijos ilegítimos. Pero mejor vamos a creernos la otra versión, la de que fue una moda de Países Bajos y Germania que importaron los Austrias (Felipe II y Carlos V).
A vueltas con los palacios, en la Casa de los Vázquez (XVI), con artesonado y azulejerías sevillanas, se hospedó Alfonso XIII cuando visitó la ciudad en 1928. El de los Montarco, renacentista (XV), fue cuartel general en la guerra de la Independencia; el de los Águila (XVI-XVII), con fabuloso patio plateresco, perteneció a uno de los linajes más relevantes; el de la Marquesa de Cartago es un auténtico capricho aristocrático, de finales del XIX, de inspiración gótica y flamenca, con cierto parecido a la Casa de las Conchas de Salamanca. Y así «ad infinitum», porque son incontables, lo que da cuenta de su rancio -por antiguo- abolengo.
Ahí están a la entrada, como anunciando el resto, el conjunto de tres columnas romanas de orden toscano del siglo I d.C., que fueron halladas en 1557 en un edificio de la parte alta. En cuanto al puente Mayor, que empezó siendo romano, tiene cuatro ojos medievales y otros cuatro del siglo XVIII. Y dejamos para el final uno de esos museos curiosos que suelen dejarnos ojipláticos. Nos referimos al Museo del Orinal, tal cual, que muestra más de 1.350 piezas de 29 nacionalidades y diversos estilos, diseños y materiales. Los hay de madera, porcelana, aluminio, cristal, hierro o cerámica.
¿El más antiguo? Uno del siglo II d.C. romano. ¿El más curioso? Un dompedro, mueble de madera noble, ennoblecido aún más con pan de oro, para dar cobijo al pobre orinal. El museo se creó a instancias del coleccionista José María del Arco Ortiz, Pesetos, que recorrió anticuarios, mercadillos y rincones de medio mundo en busca de estas íntimas piezas. Y se abrió al público en 2006, el año de la exposición Las Edades del Hombre.